Cuando se compra un boleto para un concierto la expectativa no solo consiste en disfrutar al artista favorito, sino la experiencia completa, desde el ingreso hasta llegar a la locación adquirida, ver el show, y regresar a casa. Este año, varios eventos multitudinarios con nombres de categoría mundial -cuyos boletos no valen dos pesos precisamente-, se convirtieron en vivencias incómodas y a ratos amargas, donde el saldo costo/calidad quedó en entredicho.

Check: los problemas para evacuar al gentío por vías estrechas la primera noche de Lollapalooza en el parque Bicentenario; la pésima planificación de accesos y control de tickets con Metallica en el Club Hípico, dilatando el inicio del espectáculo y su posterior salida; la parcial cancelación del festival de K-pop Music Bank por lluvia en el estadio Monumental, motivo de una demanda colectiva del Sernac anunciada hace algunos días; y las penurias en el festival de metal Knotfest en el mismo recinto bajo un sol abrasador con escasa agua, y bandas nacionales suspendidas a último minuto.

A este panorama 2022, se sumó la troglodita práctica de una parte del público que, motivado por reivindicaciones trasnochadas y derechamente patudas, intentó doblegar la seguridad de los conciertos de Gojira y Billy Idol en el teatro Caupolicán; turbazos en la despedida de Daddy Yankee en el Estadio Nacional tensionado la previa del show, y un intento similar en la primera fecha de Bad Bunny en el mismo recinto.

La Asociación Gremial de Empresas Productoras de Entretenimiento y Cultura AGEPEC, fue crítica de las estrictas medidas gubernamentales que hasta agosto mantuvieron innecesariamente en vilo grandes eventos por la limitación de aforos, mientras los festivales del verano boreal -y, por cierto, Lollapalooza-, habían demostrado que era posible retomar la actividad con normalidad.

Una cuota de dramatismo provino de las propias productoras, advirtiendo que el país podía quedar fuera del circuito internacional de seguir las restricciones.

Nada de eso ocurrió.

En cambio, persiste la sensación de que el negocio de la música en directo del país no invierte lo necesario en ítemes claves, como disponer personal de seguridad capacitado y suficiente para el complejo manejo de masas, accesos y salidas expeditos y debidamente indicados, y respeto por los horarios, entre otros aspectos en deuda.

Destrozos en el Estadio Nacional en ingreso forzoso de fanáticos de Daddy Yankee. Foto de Pedro Rodríguez.

La sensación que irradia esta actividad en Chile es de una baja inversión en puntos considerados como secundarios, con el fin de maximizar cuanto sea posible las ganancias, una ecuación donde irremediablemente el público pierde. Ante las críticas, las reacciones bordean la desfachatez como sucedió con Metallica, donde una de las respuestas entre los responsables del evento, fue que “el chileno está acostumbrado a no leer la información”, cuando la señalética era lisa y llanamente pésima.

Quienes han tenido oportunidad de asistir a espectáculos musicales en vivo en naciones con tradición en el rubro, saben que la diferencia de trato, las habitabilidades y la vivencia completa, dista de la oferta local, donde siempre cuela la sensación de un gran favor al traer a estos artistas de categoría planetaria.

No existe tal cosa.

Se paga un precio y el servicio debe ser -siempre- una experiencia inolvidable, susceptible a críticas sólo por la performance artística.

Ha pasado demasiado tiempo desde que el país se insertó en el circuito de la música en directo de categoría mundial, para tropezar una y otra vez con las mismas piedras.