Durante la noche cerrada del 14 de marzo del 44 a.C., una mujer, Calpurnia, despertó agitada. La esposa de Julio César, el entonces todopoderoso gobernante de Roma, había tenido una pesadilla. “En función de las diferentes versiones, o bien vio cómo se desplomaba el techo de la casa y asesinaba a su marido en su regazo o bien se vio a sí misma sosteniendo el cuerpo de su difunto esposo después de habérsele caído encima un frontón de la vivienda”, señala Miguel Ángel Novillo López en su Breve historia de Julio César.
Calpurnia le rogó a su esposo que desistiera de acudir a un acto público al día siguiente, 15 de marzo, en que estaba contemplado que César visitara el Senado. Pero este, no escuchó a su esposa. No era la primera advertencia al respecto. Un adivino de la época también se lo había comentado. “El arúspice Espurinna le presagió un destino fatal mientras se acercaba al Senado, si bien ya le había augurado esta ventura con anterioridad”.
Incluso, la noche anterior tuvo una muestra bastante manifiesta, pero César fue incapaz de leer el texto debajo del mensaje. “Julio César y Marco Junio Bruto cenaron juntos en casa de Lépido, el magister equitum de Roma. En el ágape varios de los conjurados presentes formularon al dictador su opinión sobre cuál era la mejor forma de morir, a lo que respondió que la mejor era por medio de un fin súbito e inesperado”.
Lo que no sabía Julio César, era que Marco Junio Bruto estaba profundamente involucrado en una conspiración para acabar con su vida. Los romanos ya comenzaban a estar hartos de lo que consideraban, una excesiva concentración del poder en manos de un solo hombre, como si fuera un rey. Y si algo los romanos odiaban, era justamente a los reyes. Al último, Tarquino el Soberbio, simplemente lo habían depuesto y murió en el exilio, y en su reemplazo asumirían dos cónsules, que compartirían el poder y se renovarían de forma anual.
Personalista, César iba a contrapelo de ese espíritu de repartija del poder. “Desde el momento en que Julio César llegó a Roma en octubre del 45 a. C. tras haber reorganizado jurídica y administrativamente la península ibérica, varios senadores y hombres de la vida pública se encargaron de avivar la idea de que eran manifiestos sus deseos de imponer un régimen monárquico de tipo helenístico (en realidad no había ninguna duda de que a fines del 45 a. C. Julio César actuaba en la práctica como un rey)”, señala Novillo López.
Además, en Roma se encontraba residiendo la mismísima reina de Egipto, la famosa Cleopatra VII, ello también hacía que las intrigas crecieran. “Fue víctima de múltiples descalificaciones al ser acusada como la principal responsable de que el dictador aspirase a la monarquía absoluta y de trasladar la sede regia a Alejandría”, acota Novillo López.
Para los nobles romanos, la muerte de César supondría un retorno a los cauces normales, con el gobierno de dos cónsules. “Fallecido el dictador, las instituciones ordinarias funcionarían de nuevo correctamente y Roma podría ser guiada directamente por el Senado y por magistrados electos. Al mismo tiempo, creían que el pueblo compartiría su opinión y que sería suficiente con aclamar a la libertad para que toda Roma apoyara su voluntad en virtud de la restauración del poder de la tradicional nobleza republicana. Pero en realidad, lo que buscaban era la recuperación de los poderes y los privilegios que Julio César les había arrebatado”.
“¡Esto es un acto de violencia!”
A cada 15 de marzo, los romanos solían llamarle idus de marzo. Ese día, Julio César acudió al Senado, donde se discutiría sobre la legalidad de la campaña que el gobernante pretendía emprender contra los partos, en Asia menor. “Los conjurados creyeron, apresurados, que ese era el momento más oportuno para ejecutar sus planes, dado que sabían que Julio César tenía previsto abandonar Roma el 18 de marzo sin saber a ciencia cierta cuál sería su destino”.
En el Senado, a César lo esperaban Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto, líderes del grupo de conspiradores. “La presencia de Marco Junio Bruto era indispensable, ya que fue capaz de unir en la conjura a hombres de condición política opuesta”, señala Novillo López. Siempre prudente, César cometió un descuido: disolvió a su escolta personal y entró al Senado solo. “Creía que no era lícito pasearse por Roma rodeado de guardias dando la impresión de que estaba aterrorizado”, anota Novillo López.
Ya al interior del Senado, se le acercó Lucio Tilio Címber, un político y antiguo militar que había servido a las órdenes de Julio César, quien le solicitó indulgencia para hacer regresar del exilio a su hermano. Mientras el gobernante lo escuchaba, una multitud de senadores -los conjurados- comenzaron a acercársele para presionar a que diera curso a la petición. Entre ellos, Publio Servilio Casca.
Una vez que Casca se situó a un costado de César, estuvieron listos para actuar. “De pronto, Címber agarró la toga de Julio César y tiró de ella. Era la señal esperada. Casca sacó su daga y le asestó la primera puñalada. Nuestro protagonista se volvió y pronunció algo como: ‘¡Maldito Casca, esto es un acto de violencia!”.
Y acto seguido, y mientras forcejeaba con Casca, se lanzaron el resto de los conjurados para apuñalar decididamente a su presa. Según Novillo López, fueron 23 puñaladas en total de las que sólo la segunda fue la verdaderamente mortal. En el relato de historiador Suetonio, César empleó su propio estilete, o sea, el punzón que se usaba para escribir, como arma para clavársela a Casca.
Es el mismo historiador romano quien da cuenta de las que se cree, fueron las últimas palabras de César antes de desafallecer. “Suetonio defiende que, cuando vio a Marco Junio Bruto, detuvo sus intentos de escapar de la matanza y pronunció sus últimas palabras: ‘Tú también, hijo’”.
A punto de morir, César intentó controlar el momento en que llegaría la muerte a buscarlo. “Seguidamente, el dictador se envolvió la cabeza con la toga y estiró al mismo tiempo los pliegues hacia abajo con su mano izquierda para cubrir la parte inferior de su cuerpo al caer. Cuando expiró, los conjurados huyeron dejando el cuerpo del difunto yacer en el suelo”. Luego, unos esclavos llevaron el cuerpo exánime a su casa. Tenía 55 años.
“La muerte de Julio César representa el último acto de un drama iniciado varios años atrás. Fueron sus pretensiones autocráticas y las continuas transformaciones de los fundamentos republicanos lo que provocó una conspiración con deseos de restaurar la tradicional constitución republicana”, señala Novillo López. Pero la paz, tan ansiada, no llegó con la muerte del patricio.
“El cesaricidio, el atentado más famoso de todos los tiempos, en vez de propiciar la restauración de la antigua legalidad republicana, trajo consigo un paréntesis de persecuciones y cruentas guerras civiles entre las personalidades más relevantes del momento. Dicho de otro modo, el cesaricidio no resolvió la crisis de la República, sino que, por el contrario, la acentuó aún más”. Se formó un triunvirato que reunió a Marco Antonio, Octavio (sobrino de César, a quien el mismo lo había nombrado como heredero) y Lépido, y tras una guerra civil, fue Octavio quien se hizo nombrar como Augusto y se convirtió en el primer emperador romano.