Su vida parece una novela de aventuras, como esas voluminosas del siglo XIX, donde la acción y el constante desplazamiento son la norma. Elizabeth Scott fue la tatara-tatara-tatara-tatarabuela de Joan Didion, y la escritora recordó su historia años después. Como pionera en territorio de los pueblos originarios, lo suyo no fue una vida apacible tomando el té.
“Nació en 1766, creció en las fronteras de Virginia y Carolina, se casó a los dieciséis con un veterano de dieciocho años de la Revolución y de las expediciones en terreno cherokee llamado Benjamin Hardin IV, se mudó con él a Tennessee y Kentucky y murió en otra frontera, en Oil Trough Bottom, una población situada en la ribera sur del White River, en lo que hoy es Arkansas pero por entonces pertenecía a Missouri. De Elizabeth Scott Hardin se recordaba que solía esconderse en una cueva con sus hijos (se dice que eran once, aunque solo hay registros de ocho) durante los combates con los indios, y que era tan buena nadadora que podía vadear un río en plena crecida con un bebé en brazos. Fuera para defenderla, o por sus propias razones, se decía que su marido había matado a diez hombres, sin contar a soldados ingleses o a indios cherokee”.
Didion dedicó ese pequeño perfil a su muy lejana parienta al inicio de su libro De donde soy, anclado en su California natal, lugar al que se refirió en más de una crónica. Es que la costa oeste era su principal obsesión, y en este libro, en formato híbrido, bambolea entre las memorias personales, el ensayo y el periodismo. Original de 2003, acaba de publicarse en castellano vía Random House, y ya se encuentra en nuestro país.
Como destacada autora en el campo de la no ficción, Didion se narró a sí misma dentro de la historia del “Estado Dorado”. “He vivido en California la mayor parte de mi vida. Aprendí a nadar en los ríos Sacramento y American, antes de las presas. Aprendí a conducir en los diques que había río arriba y río abajo de Sacramento. Y sin embargo, en cierto sentido California ha seguido siendo impenetrable para mí, un enigma agotador, igual que para mucha gente que es de allí. Nos preocupa, la corregimos y la revisamos, intentamos sin éxito definir nuestra relación con ella y su relación con el resto del país”.
Además, da cuenta de ciertos lugares anclados en la tradición cultural del Estado, como el club Bohemian de San Francisco, fundado en 1872 y frecuentado por los periodistas de la ciudad. “Lo veían al mismo tiempo como una declaración de intereses ‘artísticos’ o poco convencionales y como un lugar para tomar una cerveza y un bocadillo después de cerrar la primera edición”.
También narra de hechos hechos de sangre, como la tragedia de Lakewood. “La bomba explotó en el porche delantero de una casa cercana al instituto de Lakewood entre las tres y las tres y media de la madrugada del 12 de febrero de 1993. Destruyó una columna del porche. Hizo agujeros en el estucado. Arrojó metralla a los coches aparcados. Una mujer recordaba que su marido estaba trabajando en el turno de noche de la Rockwell y que ella había estado durmiendo con sueño ligero como de costumbre cuando la despertó la explosión”.
Otro conmovedor episodio -con el que termina el libro- es cuando se refiere a la muerte de su madre en 2001. “Mi madre murió el 15 de mayo de 2001, en Monterrey, dos semanas antes de cumplir los noventa y uno. La tarde anterior yo había hablado con ella por teléfono desde Nueva York y ella me había colgado a media frase, una forma de despedirse tan característica de ella –destinada principalmente a que quien la llamara se ahorrara dinero en lo que ella todavía llamaba ‘conferencias de larga distancia’– que hasta la mañana siguiente, cuando me llamó mi hermano, no se me ocurrió que en aquella última ocasión ella quizá hubiera estado demasiado débil para mantener la conversación. O quizá no solo demasiado débil. Quizá demasiado consciente de la importancia que podía tener aquella despedida en particular”.
“La tarde después del funeral de mi madre mi hermano y yo repartimos los pocos muebles que le quedaban entre los nietos de ella: los tres hijos de mi hermano y Quintana [la hija de Joan Didion]. No quedaba gran cosa: durante los últimos años mi madre se había dedicado a ir regalando sistemáticamente lo que tenía, devolviendo regalos de Navidad y abandonando pertenencias. No recuerdo qué se quedaron los primos de Quintana, Kelley, Steven y Lori. Sí que recuerdo lo que se quedó Quintana, porque llevo viendo esos muebles desde entonces en su apartamento de Nueva York. Había un baúl de madera de teca labrada que había estado en el dormitorio de mis padres durante mi infancia. Había una mesilla de bordes labrados procedente de mi abuela. Había, entre la ropa de mi madre, una capa italiana de angora que había llevado desde que se la regaló mi padre una Navidad de finales de los años cuarenta”.