Crecen cerca —se rozan, a veces—, pero desamor, despecho y venganza no son lo mismo, y es mejor aprenderlo pronto si quiere uno ahorrarse el despilfarro emocional y la incómoda puesta en escena que producirá confundirlos. También las canciones exigen esa distinción: el problema no es un estribillo hiriente (“eres tan vanidoso / probablemente piensas que esta canción va sobre ti”, por ejemplo), sino cuando la impostura exagerada de un despecho deja en evidencia que a quien canta en verdad lo devoran los celos: “Tú juegas a olvidarme / yo juego a que te creas que me importa” (sí, claro). El desamor definitivo no es el que busca compensación desde versos de reproche, sino el de aquella desolación que zanja resignada, como Nina Simone, que al fin cuando se pierde será siempre mejor estar a solas que feliz con quien no se buscó.
Se piensan estas cosas cuando el mundo parece detenido ante el equivalente al Gran Colisionador de Hadrones en el subgénero de las canciones de divorcio. Por muy bien articulada que esté (y lo está), clara-mente ni la más eficaz de las venganzas pop tiene por qué apropiarse del total de méritos que con fino bordado y durante décadas se ha ganado el mejor canto a la ruptura amorosa. Aquél más afín a la metáfora que a la acusación directa, que desdeña el cálculo de cortoplazo a favor de la franqueza perdurable, y sabe que a las contradicciones esenciales de la pasión no las maneja ni la personalidad más “empoderada”.
Escribe Waldo Rojas sobre la “bipolaridad más o menos bien temperada” del bolero: “El flujo de la emotividad allí avanza a saltos, alternando sin transición los signos del amor y los del odio […]. O, paradójicamente, al hablar por la magalladura del sentimiento sufriente, en su misma desmesura condenadora la voz del odio trasluce como por antinomia el eco aún vivo del amor”. En su estupendo nuevo ensayo, El bolero, seducción y clave (Mundana Ediciones), el poeta chileno radicado en París sintetiza mediante ejemplos y análisis sobrios el complejo entramado transcultural, poético e incluso sociológico y psicológico alrededor de canciones que a su juicio a los latinoamericanos nos han forjado un idioma amatorio propio, capaz de darle un lenguaje común a la historia siempre singular e intransferible de cada pareja: “Con el bolero se ha impuesto una suerte de estilo de enamoramiento…”, describe.
Su autoridad no es sólo la del auditor entusiasta, sino que también puede ostentar aporte empírico, gracias a una de las más singulares bandas sonoras del cine chileno. En el posfacio del libro, Rojas comparte los detalles de cuando su amigo Raúl Ruiz lo dejó a cargo de las letras de los boleros encomendados al músico Tomás Lefever, y ya con compromiso de interpretación de un cantor al que el cineasta había escuchado en un restaurante de Cartagena, Ramón Aguilera. Partitura, poesía y canción cebolla se articularon así por primera y única vez en los boleros para Tres tristes tigres (1968), cantos chilenos, urbanos y sin solución para verdades tan irrebatibles como “no puedo yo fingir, amor que ya no hay / ni puedo darte más que mi sinceridad…”.