No por inesperada la experiencia de ver a Claudio Arrau como actor de cine deja de ser un poco incómoda. Bajo un maquillaje de tosca -cuasi vampiresca- palidez, es su rostro el que aparece nada más largar Sueño de amor, filme de 1935 dirigido en México por el inclasificable José Bohr, y en el que el mejor pianista chileno personifica a Franz Liszt durante casi ochenta minutos, en uno de los primeros intentos de cine sonoro en castellano.
Inubicable por décadas, la película está hoy al alcance de cualquiera gracias a la gestión que hace unos años realizó la Cineteca de la Universidad de Chile por recuperar y digitalizar una copia en 16 mm. Que sea un registro patrimonial de altísimo valor no impide objetar un guión de trazo grueso hasta lo inverosímil, que al fin vuelve ridículo su intento de cruce entre talento, ilusión romántica, vida interior conflictiva y entorno social hostil.
“Soy impotente de curar a un enfermo que lucha por no sanarse. Además, la lectura de estos libros aumenta aún más su nostalgia y el estado caótico de su mente”, diagnostica en una escena un médico que se resigna a dejar a Liszt abandonado a la suerte de su inentendible psicología.
El de los músicos geniales como intratables embrollos andantes es un estereotipo que, con más o menos sutileza, se ha repetido otras veces en el cine. El ejemplo más reciente es Tár (Todd Field), alabado nuevo filme que luce a Cate Blanchett como una directora de orquesta tan rigurosa como manipuladora; y cuya impecable ropa a la medida no consigue ajustar sus obsesiones extralarge. Se nos asegura que no hubo inspiración biográfica reconocible para este personaje de ficción, pero era esperable que directoras de orquesta primermundistas, blancas y prestigiosas se sintieran aludidas.
La estadounidense Marin Alsop le comentó a un diario británico haberse sorprendido de las muchas coincidencias entre Lydia Tár y su propia vida personal, “y de estar preocupada pasé a sentirme ofendida. Ofendida como mujer, como directora, como lesbiana”. Al fin, critica, cargar a un personaje femenino de las pistas corruptas de un hombre con poder es asumir que ellas se contagian del mismo modo con las tentaciones del abuso, “perpetuando una idea que hemos visto ya tantas veces en el cine”.
El real desafío de toda buena película de ficción sobre músicos no está, como pueda creerse, en su fidelidad a rasgos de personalidad, sino en el espejo de las señas del oficio, tanto más peculiares. “Los músicos de alto calibre pueden ser impacientes, demandantes y bruscos, pero nunca vi a uno humillar deliberadamente a un estudiante en público (también dudo que en Julliard haya chelistas que detesten a Bach)”, observa el crítico musical de Vulture sobre una escena en Tár, reveladora aunque dudosa.
Que no hay en el jazz tiranos como el de Whiplash ni en el pop parejas como la de A star is born se comentó hace unos años sobre otros estrenos, y hay más ejemplos de disociación entre historias de poder al interior de círculos musicales y la disciplina a las que estas aluden. Por eso es tan graciosa la farsa de Fellini en Ensayo de orquesta (1979), donde el desastre se desata no por lo que el director proyecta desde su mundo al de los músicos, sino por el ruido de vanidad, rencillas y hastío que ellos mismos acumulan frente al atril, hasta el desbande total.