Columna de Marisol García: Burt Bacharach: el sastre del pop
La canción popular ganó muchas cosas con la nueva norma que hizo de ella un vehículo íntimo: de un intérprete comenzó a esperarse no sólo marca vocal sino algo así como un testimonio autobiográfico. Y entonces gente como Burt Bacharach, fallecido el pasado miércoles a los 94 años en su casa de Los Angeles (California), quedó en un injusto estatus de sastre ocupado en piezas a la medida de otros.
Entre las “externalidades negativas” que en los años 60 dejó la poderosa irrupción de cantautores angloparlantes de gran talento, a veces se menciona al quiebre del valioso vínculo que hasta entonces se daba entre intérpretes y compositores. Ni de Elvis, ni de Sinatra ni de las estrellas de Motown se esperaba vuelo autoral, pues para eso estaban Leiber y Stoller, Cole Porter, y Holland-Dozier-Holland, entre tantos.
La artesanía de canciones por encargo se asentaba en una factoría neoyorquina con empleados a jornada completa conocida como Brill Building, donde destellaban hombres y mujeres dispuestos a ceder aplausos y escenarios a cambio de esos discretos paréntesis de autoría impresos en los más populares singles de su tiempo (el brillante Doc Pomus, por ejemplo, alcanzó la gloria sin poder ni levantarse de una silla de ruedas).
La canción popular ganó muchas cosas con la nueva norma que hizo de ella un vehículo íntimo: de un intérprete comenzó a esperarse no sólo marca vocal sino algo así como un testimonio autobiográfico. Y entonces gente como Burt Bacharach, fallecido el pasado miércoles a los 94 años en su casa de Los Angeles (California), quedó en un injusto estatus de sastre ocupado en piezas a la medida de otros. Tenía la habilidad y la ética de trabajo; la minuciosidad y la elegancia; la atención al detalle y el oficio en la selección de los mejores materiales de trabajo. Pero no recibía el trato de un gran artista; acaso parecía demasiado sobrio, monógamo y funcional para aquello.
Sus aliados de formación en la música clásica, primero, y en la vanguardia, después (fan del be-bop y, además, por un tiempo cercano al círculo de John Cage), tampoco conseguían comprender su gusto por el pop tarareable y destinado a las masas atentas a radios y películas de matiné.
Pero el exquisito don melódico de Bacharach nunca fue banal, y hubo que esperar a los años 90 para que músicos de opinión contundente (de Elvis Costello a McCoy Turner, de White Stripes a Stereolab) certificaran la relevancia del mal llamado “rey de la música ligera”. “¿Por qué nos haces las cosas tan difíciles?”, lo había increpado una vez un músico de la banda de Dionne Warwick, exasperado por exigentes progresiones melódicas fuera de la convención. Era esa, precisamente, la gracia: apuntar a melodías inesperadas y a la vez amables, “lo suficientemente sofisticadas para volverlas duraderas, pero no tanto como para que termine tocándolas un pianista en un bar a solas”, según él. Fueron tantas y tan efectivas, que a esta columna habría que adjuntarle una playlist.
Sólo la escucha atenta develaba lo sombrías que a veces podían ser sus canciones junto al letrista Hal David, sobre amores muchas veces no correspondidos (Walk on by es puro despecho; I say a little prayer, ansiedad de resultado incierto; Make it easy on yourself, la renuncia más dolorosa). Pero precisamente esos sentimientos comunes, reconocibles por todos, merecían a su juicio una orquestación impecable para demostrar su honda huella en nuestras vidas. “En una canción de tres minutos y medio, todo cuenta. No hay espacio para rellenos”, creía Bacharach, hombre bendito, que hizo del pop un género de alta costura.
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