Columna de Marisol García: Tierra de los mil festivales
La serie de problemas que leemos estos días sobre la organización de festivales en Chile quizás requiera invertir el foco de análisis: hay, sí, falencias puntuales en la producción de cada cita, pero acaso la oferta misma de lo que entendemos por encuentros colectivos de música en vivo merezca volver a evaluarse.
Tal como la discusión sobre el “nuevo rostro” de Madonna confunde víctima y responsable -al fin, ¿quién contribuye más a un orden patriarcal inmisericorde? ¿El que impone estándares físicos inalcanzables o la que se somete obedientemente a ellos cueste lo que cueste?-, la serie de problemas que leemos estos días sobre la organización de festivales en Chile quizás requiera invertir el foco de análisis: hay, sí, falencias puntuales en la producción de cada cita, pero acaso la oferta misma de lo que entendemos por encuentros colectivos de música en vivo merezca volver a evaluarse.
Nos gana la ansiedad al revisar cada año el cartel de los festivales con más prestigio, pero de ahí en adelante la balanza entre costo y beneficio usualmente queda cargada en el primer platillo. La selección de invitados puede ser como una predecible playlist de tendencias, sin espacio a la sorpresa ni a propuestas de curaduría (o, peor, con nombres que se repiten cartel a cartel). Las condiciones de asistencia (accesos, resguardos del clima y de las aglomeraciones, perspectiva y escucha) requieren espíritu y estado físico juveniles. Y no entremos a lo de los precios, que muchas veces no parecen acusar recibo de que lo que el asistente pierde en exclusividad debiese ganarlo en rebaja.
Esto excede con mucho el panorama local y las noticias sobre Primavera Sound Chile y el Festival de la Canción de Viña del Mar (dos encuentros por completo dispares en historia y línea musical, pero que hoy coinciden en muy lamentables conflictos internos). Sobre el pinchazo de la “burbuja de festivales” viene informando hace un tiempo la prensa de España, el país de Europa quizás con más festivales por año (unos 900 en 2022, según una guía especializada; al menos ocho de ellos de atención continental gracias a un cartel de primera clase) y ganancias por asistencia que, antes de la pandemia (2019), llegaban a los 382 millones de euros. Incluso citas prestigiosas en ese país comienzan a mirar cuesta arriba la venta de entradas, y entonces circula ya explícita la sospecha que hasta ahora se mantenía en silencio: ¿hay público para tanta oferta?
Sin embargo, no es la ley de oferta/demanda como estándar de justicia la más adecuada para dinámicas culturales. Los macrofestivales son miel financiera a la que no han tardado en acercarse fondos multinacionales de inversión y empresas de producción tan eficaces en su gestión técnica como indiferentes a la idea de una cita musical como oportunidad de real propuesta marcatendencias, para audiencias y artistas (es esa la miopía que en parte puede, por ejemplo, llevar al descriterio de eliminar la orquesta de un escenario diseñado para tenerla).
Un buen festival es inyección de salud para todo un medio musical que, a la luz de su ejemplo, subirá estándares y se permitirá creer en gestas que poco antes parecían utópicas. Por el contrario, uno mal planteado puede, en tan sólo una edición, sumarse bajas que tomará años recuperar, como la de aquel indefinible sentido de comunidad entre determinadas audiencias. Tanto como a las modas, el buen festival atiende también a los cambios en los hábitos de escucha y sociabilización: entiende que su negocio no es el montaje de un show, sino cumplir con la promesa de una experiencia para la que hasta ahora no se conocen sucedáneos.
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