Después de dos años de ausencia, los engranajes del festival de Viña del Mar parecen cubiertos de óxido. La orquesta se elimina y luego regresa tras el clamor popular y los reclamos del tío Valentín. Se baja Maná y por efecto dominó queda fuera el humor demodé de Yerko Puchento, un personaje incómodo y rancio rechazado por el público juvenil, ajeno a sus rutinas desfasadas. Un histórico de la televisión, el director Mauricio Correa, renuncia a la organización del certamen cuando se da cuenta que su función es decorativa, lamentando en un video quedar fuera del “escenario más grande del mundo”, según repite y exagera. La alcaldesa Macarena Ripamonti desliza reparos al hecho de que el festival semeja un programa de televisión, lo cual, en estricto rigor, sucede desde mediados de los 70 cuando se transmitía en blanco y negro, y el arribo de Pinochet era aplaudido efusivamente en la platea de la Quinta Vergara.
El viejo orden, aparentemente, se cae a pedazos, y el evento revive con la agilidad de un zombi.
“Este es el mejor festival de Viña en años”, proclama en redes sociales el escritor Álvaro Bisama, en un febril repaso de los traspiés. Tiene razón. Todos estos autogoles solo alimentan el morbo de un evento que, como ningún otro en Chile, se vive en dos dimensiones completamente distintas entre lo que sucede en el anfiteatro viñamarino en medio del bosque, donde aún respira y olisquea sangre ese público-monstruo que muchos creen muerto, y la percepción del televidente que sigue la transmisión por pantallas y plataformas, aunque a muchos les encanta decir que no lo ven, como si fuera señal de estatus.
El listado de Bisama incluyó “el desprecio casi silencioso a los cantantes de música urbana” que dominan esta parrilla, notoriamente desbalanceada a favor de los jóvenes, una receta que rompe con los equilibrios habituales del evento, obligado por décadas a una compleja química con la misión casi imposible de dar en el gusto a una gran mayoría.
Como suele ocurrir, los nuevos artistas son unos completos desconocidos para el público de más edad, que se siente ninguneado en esta sexagésima tercera edición. Con la excepción de Christina Aguilera, no hay mucho más para ellos. Con todo el respeto que merece Alejandro Fernández, no es precisamente la primerísima primera figura del canto popular de México. A Fito Paez se le quiere y se le respeta desde hace casi 40 años por sus incontables clásicos de barroca factura, pero actúa con regularidad en Santiago y regiones. Convengamos que el argentino es prácticamente de la casa.
Por cierto, tampoco llegan a la Quinta los mejores exponentes del urbano del momento, con la gran excepción de Karol G que abre esta noche, de exitoso paso en Coachella y perfilada en el New York Times. El resto, difícilmente se pueden comparar a la presencia de Daddy Yankee o Bad Bunny en el mismo recinto.
En estos días de festival, cuando todo el mundo se transforma en crítico de espectáculos y expertos musicales, se asegura que la nueva generación urbana rompe con lo establecido y de ahí el encono de los más viejos, reacios a asumir a una nueva camada que ya no ostenta discos vendidos, sino millones de seguidores y clicks en Tik Tok, Instagram, Youtube y Spotify.
La memoria es frágil. Esta no es la primera vez que el festival de Viña del Mar enfrenta generaciones. Es más. Parte de su esencia redunda en el choque y la convivencia de distintas edades y gustos. Está en su ADN satisfacer los paladares de audiencias diferentes, desde jóvenes hasta la tercera edad (incluso niños cuando se presentó 31 Minutos), y que en una misma versión se encuentren clásicos y relevos.
La venerada edición de 1981, que para los veteranos sigue siendo -podemos discutir- el mejor festival de la historia, fue de alguna forma un cambio de posta entre la antigua generación de baladistas representada en Julio Iglesias, el “Puma” Rodríguez, Leonardo Favio y Camilo Sesto, y un Miguel Bosé en pleno apogeo, convencido de encarnar la versión hispana de David Bowie.
En 1979 convivieron el legendario Pedro Vargas con 73 años -gusto de los abuelos de aquel entonces-, y números como Franco Simone, Ricardo Cocciante y Matia Bazar, representantes del vigoroso pop italiano que encantaba a la juventud de esos días.
¿Qué ha cambiado inexorablemente? Que el festival ya no se vive en las calles viñamarinas como antaño, consecuencia de la crisis experimentada por la industria de la televisión abierta, económicamente incapaz de trasladar equipos completos orbitando el certamen, sumando barullo, chimuchina y glamour latino. La gente, la masa popular, ya no tiene excusas para instalarse en el borde costero o las inmediaciones de los hoteles para ver a rostros y famosillos frente a las cámaras. Ese festival paralelo, que le daba sabor al evento, pasó a mejor vida y difícilmente volverá.
Si la música no ofrece mayores quiebres en el relato de Viña, a pesar de los agoreros convencidos de que la historia se escribe mientras toman consciencia del presente, la casilla del humor plantea por primera vez un cambio de paradigma con el arribo del humorista Diego Urrutia, reemplazo de último momento ante la deserción de Yerko Puchento, candidato al fracaso ante un público juvenil que no sintoniza con el humor del personaje burlesco y amanerado, que se ríe de la contingencia y la fauna televisiva.
Es inédito que un artista dedicado a las risas salte desde las redes sociales al escenario de la Quinta. La probabilidad de éxito con el público joven de la segunda jornada es cierta, como una interrogante la reacción para quienes siguen el festival por tevé.
Viña 2023 parece destinado a ser un evento de transición, una forma de recuperar la musculatura tras la detención obligatoria. Hasta ahora luce más calambres que dinamismo, más baches que efervescencia. Pero aún sigue siendo la mayor fiesta musical de este país. No es el escenario más grande del mundo como dijo el ejecutivo despechado, sino el más relevante de Latinoamérica.