Fito Páez hizo un amable paralelo entre los artistas urbanos y su generación musical de los ochentas, horas antes de su quinto show en el festival de Viña en los últimos 20 años, abriendo el espectáculo por primera vez. Habló de “menos acordes pero la misma actitud” y de que “están intentado salvajear sobre lo que está sucediendo en el mundo y contarlo”.
La diplomacia o las ganas de empatizar con nuevas audiencias, lo instalaron en un territorio curioso para un astro argentino -un exceso de humildad, cierta condescendencia-, que no guarda relación con la realidad. Un artista de su talla y talento -lo demostró sobradamente en el escenario-, no tiene link alguno con los intereses de los intérpretes hedonistas del presente, que en su mayoría cantan sobre marcas y poses en la cama, sin más dominio -a veces- que del micrófono.
Fito Páez se plantó en la quinta Vergara por más de una hora descerrajando un éxito tras otro, como un arma que solo funciona cargando la pólvora de clásicos inapelables del rock latino.
Es cierto que partió de menos a más. A punto de cumplir 60 años el próximo mes, sus energías inmediatas no son las mismas del chico que solía presentarse en distintos balnearios chilenos hace más de tres décadas. El arranque con El Amor después del amor -la canción central del disco más vendido en la historia de Argentina- fue tibia y ralentizada, buscando acomodar esa garganta deudora de los dibujos de Elvis Costello, que por el paso lógico del tiempo y el carrete de quien jamás se ha detenido, ya no es la misma. Pero fue cuestión de tiempo que su voz cogiera vuelo con el sustento de una banda espectacular con ropajes de orquesta.
Aunque la platea de la quinta registraba notorios claros, y unos cuantos tiros de cámara dejaron en evidencia que los más jóvenes desconocían las letras, el peso del repertorio hizo justicia. “Qué bien, ché”, exclamó en el remate de Dos días en la vida, seguida de 11 y 6, momento preciso para un karaoke monumental de una canción emblemática, que a mediados de los 80 parecía hermana del hit sólo Pienso en tí de Víctor Manuel.
Tráfico por Katmandú, también parte del álbum El Amor después del amor, fue otro instante para lucir a los músicos. “Todos ya nos fuimos de aquí, todos ya nos fuimos de casa, para tocar rock and roll”, cantó en La Rueda mágica, líneas que hoy resuenan propias de un museo o una clase de historia contemporánea, pero qué importa.
El mismo efecto el verso “yo puse las canciones en tu walkman” de Al costado del camino en una tremenda versión, empalmada tras la grandiosa Tumba de la gloria -en el top cinco de sus clásicos- y Un vestido y un amor.
Antes del ingreso de los animadores con sus frases manidas para los premios correspondientes, Fito Páez enhebró Circo beat, Ciudad de pobres corazones y A rodar mi vida, con la banda a tope y largos solos de guitarra, toda la parafernalia del viejo rock que aún tiene algo que decir en el escenario de la quinta Vergara.
El show del astro argentino, que en cualquier conteo de lo mejor que ha dado la música al otro lado de Los Andes siempre merece estar en el panteón de los más grandes, junto al espectáculo brindado la madrugada del miércoles por Los Jaivas -la banda más grande y original que ha dado este país-, son evidencias de que el género de las baterías marchantes y las guitarras afiladas aún merece cabida en el festival viñamarino.
Los gustos juveniles marcan otras preferencias, y así ha sido siempre en la historia de la cultura pop, escrita entre relevos generacionales, y bien que así sea. Pero cuando se trata de energía, nervio y estribillos memorables, los músicos que peinan canas aún tienen algo que decir y aportar.