El abogado Ricardo Calderón (71) está frente a los cientos de discos, libros, revistas, poleras, figuritas y la memorabilia más insólita de The Beatles que colman su tienda Abbey Rock cerca del centro de Ciudad de México: un espacio estrecho y abrumador de no más de 30 metros cuadrados que aloja una de las mayores colecciones de los Fab Four en el planeta y sin duda la mejor tienda de Latinoamérica dedicada al cuarteto.

Pero alguna vez todo eso fue carne y rostro, y Calderón estuvo frente al gran culpable. “La última vez que vino Paul McCartney a México, en 2017, se hizo un concurso para poder conocerlo. La idea era que mandaras un video con tu colección. Y pues sí, gané”, justifica: sólo en su casa, a modo de ejemplo, tiene 7500 discos compactos consagrados a las más diversas etapas y ediciones de los ingleses.

“La consigna era nada de palabras. No tocarlo ni pedirle autógrafos. Pero él fue quien metió el desorden. Él llegó y saludó: ‘¿qué tal, cómo están todos?’. Ni modo de no contestarle, ¿no? Se acercó a cada uno de nosotros y nos fue saludando de mano. Y en el momento en que me la dio a mí, le dije: ‘Paul, te quiero desde 1964′. Y él, mientras me estrechaba la mano, sin soltármela y mirándome a los ojos, me respondió: ‘yo también te quiero’”.

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Calderón nació en Acapulco y, un lunes de 1964 cerca de las cinco de la tarde, debió ir al centro de la ciudad para realizar un trámite en la oficina de su padre. Cuando pasó por fuera de una cafetería que poseía una rockola -la única plataforma donde los adolescentes podían disfrutar su música, con radios dominadas por el cancionero clásico y mexicano-, escuchó un conteo frenético que lo paralizó. Era el “one, two, three, four!” con que despega I saw her standing there, uno de los primeros éxitos globales de los Fab Four.

El en ese entonces adolescente experimentó lo que miles y miles de fanáticos a través de los años han testimoniado como la reacción imborrable que tuvieron al oír por primera vez a los Beatles: “Sentí que me había caído un rayo”.

Aún más: “No había escuchado antes algo igual. El impacto fue tan grande que me quedé parado ahí hasta que terminó el tema”. Electrizado, Calderón ingresó al lugar y preguntó quiénes cantaban esa melodía. Con el nombre del conjunto ya bajo el brazo, fue más tarde hasta la casa de su primo mayor, para ver si tenía más información sobre esos músicos asombrosos. “Si, son unos gringos que la están pegando mucho”, fue la respuesta de su familiar.

Calderón no tardó demasiado en descubrir que sus nacientes ídolos no eran gringos, sino ingleses, aunque sí la estaban pegando mucho: ahora había acudido hasta donde su padre para pedirle algo de plata y luego correr hasta la única disquería de la ciudad para comprar alguno de sus álbumes.

Ahí adquirió precisamente el single donde venía I saw her standing there, el hit que lo cambió todo, aunque casi seis décadas después, el abogado se refiere a él de otra manera: “La vi parada allí”, menciona, reflejo de cómo en Latinoamérica durante los primeros años fueron conocidos los temas de The Beatles, traducidos de manera literal al español para que cumplieran el propósito de penetrar el mercado en nuestro idioma.

Hacia 1966, partió a estudiar a Ciudad de México y su destino tampoco fue muy distinto al de miles y miles de fanáticos que adoraron a los ingleses mientras su fenómeno transcurría en tiempo real. Calderón hacía vigilias en las tiendas de discos para alzarse entre los primeros seguidores que compraban los títulos del grupo, obras integrales que por esos días alteraban el curso de la música pop, como sucedió un año después con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Eso sí, el futuro jurista contaba con algo que lo diferenciaba de otros contemporáneos. En su natal Acapulco, casi por casualidad, había logrado establecer un vínculo con el conductor de un espacio radial dedicado a los hombres de Help! “Una vez hicieron un concurso y lo gané. Cuando llegué a la radio a buscar el premio, se dieron cuenta que yo era un chavito y quedaron impresionados por todo lo que sabía de los Beatles. Me entrevistaron y me sacaron al aire. Me di cuenta que el material que tenían de la banda era muy poco, tocaban siempre las mismas canciones, por tanto les ofrecí empezar a llevar los discos que poseía para que pudieran tener una programación más variada. Cada vez que iba a Acapulco, les llevaba alguna novedad y algo distinto”.

De ese modo, empezó a incubar una fama: la del coleccionista incipiente, la del tipo que tenía lo último y presumía lo que el resto aún no conseguía.

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En 1972 comenzó a trabajar como abogado y pudo empezar a costearse distintos viajes a esos epicentros donde la idolatría Beatle era mayúscula e histórica, ciudades como Londres, Chicago, Nueva York o San Francisco. Todos lugares en que, por lo demás, cada año se realizaban convenciones y festivales dedicados a los británicos. Ahí por fin conoció a sus pares, devotos a su imagen y semejanza: un circuito de compradores, vendedores, obsesivos y freaks que acumulaban toda clase de material de la agrupación, sobre todo aquel más insólito que había empezado a proliferar tras su disolución en 1970.

Parte del interior de la tienda Abbey Rock en Ciudad de México, con ediciones de la banda de los países más diversos, como España. Uruguay o Japón.

Calderón empezó a cazar joyas que ni siquiera imaginaba -álbumes no oficiales con grabaciones que nunca habían visto la luz, ediciones de discos de países como España o Uruguay, libros que no llegaban a su México natal- y se empezó a transformar en un coleccionista de estatura superior.

También encontró un método para granjearse el respeto de los fanáticos internacionales: comenzó a llevar ediciones mexicanas del cuarteto, álbumes que sólo se habían editado en su país y que eran ampliamente apreciados por buscadores foráneos. La estrategia no sólo era atractiva, sino que también económica.

Muchos de esos vinilos los hallaba pesquisando en ferias de las pulgas, donde se vendían a precios ínfimos, consideradas por ese entonces piezas obsoletas, fuera de época y que sólo servían para acumular polvo. De hecho, en los 70 no era extraño que muchos títulos de los Beatles se comercializaran en la calle a bajo costo y sólo fueran valorados por los entendidos, sobre todo en países con una industria más precaria. La locura global por la banda había decaído y sólo renació en el decenio siguiente tras el terremoto emotivo que significó el asesinato de John Lennon.

Todo lo que podía recoger en el comercio informal, Calderón lo llevaba para el extranjero, vendiéndolo o intercambiándolo con coleccionistas de otras nacionalidades. Lo que en México se ofrecía casi en la vereda, fuera de las fronteras él lo transaba como joya incalculable. Ya en los 80 tenía más material que casi cualquiera en México, por lo que empezó también a vender entre amigos y conocidos. Fue la primera piedra para su futura tienda Abbey Rock.

La fachada de la actual tienda.

Eso sí, antes tuvo otra idea. En 1992, y mientras seguía trabajando de forma paralela en el mundo de las leyes, comenzó a organizar viajes a Inglaterra con fans que querían conocer todos los sitios de peregrinación de la gran Meca Beatle. Ahí también sumó a bandas mexicanas que participaban de festivales y eventos británicos, con quienes arrendaba el estudio 2 de Abbey Road -donde los Fab Four facturaron casi toda su obra- para grabar. Eso sí, los viajeros que no eran músicos no podían entrar. Entonces Calderón ideó lo que él llama “una trampita”: “Los empezamos a hacer pasar por coristas. Los vestíamos todos formales, nada de ropa relativa a los Beatles, y decíamos que eran parte del coro. En un momento, entraron hasta cien”.

Tal derrotero derivó en lo inevitable. En 2009 se cansó del derecho, colgó la corbata y levantó su tienda Abbey Rock, precisamente en el mismo recinto de dos pisos que funcionaba como su oficina. “Me resigné a que soy más beatlemaniaco que abogado”, admite.

Hoy el sitio tiene sólo un piso, por lo que su interior es aún más intimidante: en su piso y vitrina hay un total de 2500 objetos de toda clase, luciendo con propiedad 1500 vinilos que en su momento fueron editados en naciones tan diversas como Alemania, Australia, Holanda, Francia, Brasil o Uruguay. También hay fanzines de los años 60 en cuyas páginas palpita el fervor por el grupo, así como las más disímiles figuritas de época que reproducen a John, Paul, George y Ringo, juguetitos que replican en miniatura la travesía estética que impulsaron.

¿Algún tesoro? Calderón apunta hacia la parte superior de una repisa: ahí hay un disco triple y morado que en 1964 editó sólo de forma local el sello mexicano Musart, con apenas 250 copias que sintetizaban los éxitos de los primeros años del cuarteto. Es el único álbum triple que se lanzó de la banda durante la década que estuvieron juntos. Y está a la venta por $1,2 millones.

Pero una semana antes, había vendido un original del célebre compilado Yesterday and today (1966), conocido como “la portada del carnicero” -por mostrar a los Beatles entre sangre, carne cruda y muñecas desmembradas-, en un precio cercano a los $6 millones.

Igual, el actual comerciante sabe que quizás su mayor reliquia para el futuro descansa en su casa.

Un ejemplar del disco Ram (1971), de McCartney, firmado por el propio cantautor en pleno escenario de uno de sus shows. ¿Cómo lo logró?

“Lo he visto 30 veces. Cuando pasó en 2002 por México, yo estaba en segunda fila, justo frente a su micrófono. Sobre el final del concierto, saqué el álbum y se lo mostré, pero sin acosarlo ni desesperarme. Él lo miró y me levantó el dedo pulgar, así que supuse que estaba todo bien. Minutos después, le tiro el disco al escenario, pero muchos otros fans también le tiraron discos y lápices para buscar su firma. Él agarró del piso mi disco, me miró para saber si era el mío, le dije que sí con la cabeza, tomó un plumón del suelo, lo firmó y me lo lanzó de vuelta. Fue una conexión especial”.

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