Solo Bob Dylan puede decir con precisión cuál será el próximo paso de Bob Dylan. Como escritor, la última vez que supimos de él fue con el interesante volumen de memorias Crónicas I, publicado en 2004. Antes, escribió su libro inclasificable Tarántula (1970) y posteriormente se editó el volumen Letras completas, que compila los textos de sus canciones (2016). Todos disponibles en castellano por la española editorial Malpaso.
Tras su aplaudido álbum Rough and Rowdy Ways (2020), Dylan ha sorprendido con un nuevo libro, lo que marca su regreso a las arenas de la escritura. Se llama Filosofía de la canción moderna, y llega a los escaparates nacionales a través de la catalana editorial Anagrama. Es además, su retorno a las letras tras obtener el Premio Nobel de Literatura 2016.
Haciendo gala de un estilo de escritura sumamente suelto, Dylan va recorriendo canciones de una en una, y en ellas anota reflexiones lúcidas, inteligentes y precisas. No pretende hacer una guía especializada ni académica, sino un relato libre de cada tema. Lo hace como si estuviera en un bar tomándose un whisky (como el Heaven’s Door, del cual es propietario) y hablándole a los parroquianos. La selección, por supuesto, tiene preeminencia de música de los Estados Unidos, y se asienta en temas tradicionales no tan conocidos en esta parte del mundo.
Pasan, por ejemplo, Detroit City, de Bobby Bare (1963); Take me from this garden of evil, de Jimmy Wages (1956, uno de los artistas del sello Sun Records); Poor little fool, de Ricky Nelson (1958); Whiffenpoof song, de Bing Crosby (1947); El paso, de Marty Robbins (1959); I got a woman, de Ray Charles (1954) o Blue moon, de Dean Martin (1964). Seguro son canciones que Dylan creció escuchando en su natal Duluth, Minnesota.
Pero curiosamente (y siempre en el eterno modo sorpresivo de Dylan) hay guiños al rock más estruendoso originado desde Reino Unido. Ahí habla, por ejemplo, de My generation, de The Who, el clásico lanzado por Decca en 1965. “Es una canción que duda de todo, y que no le hace ningún favor a nadie. En esta canción la gente anda tratando de arrearte, de aboferearte, de denigrarte. Son groseros, se dedican a tumbarte en base de golpes bajos. No les gustas porque echas el resto y te la juegas. Te dedicas a todo en cuerpo y alma, lo das todo porque tienes energía, fuerza y determinación”.
Además, Dylan atraviesa el terreno estrictamente musical y colgándose de la letra de la canción de Pete Townshend, reflexiona: “No estaría de más tomarse un momento para definir mínimamente los términos. ¿Qué es exactamente una generación?...Hace poco, hemos entrado en una nueva fase, en la que cualquiera que haya cumplido los veintidós en 2019 es ya miembro de la Generación Z. Mientras la gente bromea sobre los millenials, ese grupo ya es historia antigua, tan obsoleto como lo fueron las generaciones anteriores: baby boomers, la generación X, la generación frágil, los intermedios, los neutrales, los fiables, los impasibles, los que empiezan de cero”.
También tiene palabras para la enorme London calling, de The Clash, que le da nombre al disco homónimo de 1979. Un clásico del punk rock. “El punk rock es la música de la frustración y la rabia, pero los Clash son diferentes. Su música es la de la desesperación. Eran un grupo desesperado. Tienen que abarcarlo todo. Y no tienen mucho tiempo. Muchas de sus canciones están hinchadas, son prolijas, están cargadas de buenas intenciones. Pero esta no. Aquí estamos probablemente ante la mejor versión de los Clash, la más importante y desesperada. Los Clash fueron siempre el grupo que habían imaginado ser”.
Y aprovecha también de repasar a unos clásicos ingleses: “El contrapunto a esta canción es England Swings like a Pendulum do, con sus ‘bobbies on bicycles two by two’. Los Clash acabaron con eso. La beatlemanía pazguata mordió el polvo. Los Clash solo sienten desdén por la beatlemanía. Las emociones adolescentes, extremas, de la pubertad, I wanna hold your hand y toda la banda sonora de las niñatas y colegialas, esa histeria de quinceañeras están fuera de lugar en el Londres actual”.
El volumen también se interna en otros clásicos pop. Por ejemplo, Volare (Nel blu, dipinto di blu), del italiano Domenico Modugno (1958). “Volar demasiado alto puede ser peligroso, una maniobra equivocada lleva a otra, y esa suele ser peor que la previa. Comprometerse demasiado rápido puede conducir al desastre, pero una vez decidido, allá vamos. Esta canción se proyecta y dispara y sigue su curso, agarra velocidad e impacta contra el sol, rebota en las estrellas, evoca quimeras y se queda a vivir en las nubes. Es una canción fantasiosa y no abandona las alturas”.
“Puede que esta sea una de las primera canciones psicodélicas, anticipándose al White rabbit, de Jefferson Airplane en al menos diez años. Jamás oiréis no sentiréis una melodía más pegadiza. La oyes incluso si no la oyes. Es una canción que se filtra en el aire. Una canción para tocar en bodas, bar mitzvás y, quizá, funerales. Es el ejemplo perfecto de cuando no se te ocurre ninguna letra para ponerle a una melodía y te limitas a cantar ‘Oh, oh, oh, oh’”.
También la clásica (y muy coverada) Blues suede shoes, de Carl Perkins (1956, de la factoría Sun Records). “Esta canción es una advertencia cargada de amenazas, una señal para los intrusos, los fisgones, los gorrones: fuera de mi vista, ocúpate de lo tuyo y, hagas lo que hagas, aléjate de mis zapatos. Querías entrar con buen pie con todos, pero la verdad es que hay cierta crudeza en ti que puede pasar desapercibida, y puede ser francamente desagradable cuando se trata de tus zapatos”.
“Cuando eres joven no hay dinero para tener el mejor coche del barrio, ni la casa más grande. Pero puede que te las apañes para tener los zapatos más chulos. Son motivo de orgullo y vale la pena cuidarlos”.
Pasa también la muy sicodélica y lisérgica Black magic woman, de Santana (1970). “La mujer de la magia negra es la mujer ideal: convoca demonios y sesiones de espiritismo, levita, conoce el arte de la nigromancia, oficia orgías rituales con los muertos, siempre desencarnada. Es una criatura con poderes oscuros y es toda para ti. Pechos al aire, de venas azules, es menuda, poderosa y fea. te cuida, no puedes hacer nada sin ella; es la mano oculta, el poder detrás del trono. Poder negro, poder floral, poder solar, todos ellos: tiene carisma. Es la materia de la que están hechos tus sueños, tiene acceso privilegiado a tu conciencia”.
“Tiene una energía hipnótica y te aísla de tu núcleo vital, rodea tu esencia de un muro de adobe y lo refuerza con hormigón armado. Es única en el mundo, fabulosamente extraña. Te pasa revista en abrigo militar, uniforme de marino: escote prominente, cofia y látigo de serpiente negra”.
Menciona igualmente a la desenfrenada Long tall Sally, de Little Richard (1956) y que solían tocar los Beatles en sus recitales (de hecho, cerraron con esa canción su último show en el Candlestick Park de San Francisco, en 1966). “Long tall Sally medía 3 metros y medio. Y se remontaba a los tiempos bíblicos de Samaria, la era de la tribu de los nefilim. Gigantes que vivían antes del desastre del diluvio...Y ella estaba hecha para la velocidad, podía correr como un ciervo. Y el tío John era su homólogo gigante. Little Richard es un gigante de otro tipo, pero para que nadie se asuste, se llama a sí mismo ‘pequeño’”.
Frank Sinatra no podía estar fuera de los comentarios y las reflexiones. De él, Dylan escribe sobre Strangers in the night (1966, música de Bert Kaempfert, letra de Charles Singleton y Eddie Snyder). “La canción del lobo solitario, el raro, el forastero, el extranjero y noctámbulo que anda en trapicheos e intrigas, que lo vende todo y renuncia al propio interés. Transitando a la deriva en la oscuridad desoldada, cortando el pastel de los sentimientos para dividirlo en nuevos pedazos, intercambia miradas afiladas y penetrantes con alguien a quien apenas conoce”.
“Bichos raros, intrusos, lunáticos y bellacos luchan por su espacio en esta oscuridad mortecina e inerte. Dos personas desarraigadas y solas, aisladas y retraídas, se abrieron la puerta la una a la otra, se dijeron Ey qué pasa, cómo te va y buenas noches”.
Y el Rey también está presente. Dylan escribe de Viva Las Vegas, de Elvis Presley (1964, de Doc Pomus y Mort Shuman). “La canción del tahúr, del jugador: la rueda de la fortuna. Probabilidades altas o bajas, a cara o cruz, la tómbola, las loterías y los dados. La ruleta, el millón, la ciudad enrollada, la ciudad estrellada. Aquí es donde tu personalidad se incendia. Aquí es donde ponderas los riesgos, donde desafías el peligro y acumulas una fortuna...y la gastas como si fuera agua, como un marinero borracho”.
“El tema de esta canción es la fe. El tipo de fe necesaria para toparse con una ducha en mitad del desierto y creer firmemente que va a salir agua O, quizá mejor, el tipo de fe que hace falta cuando estás en el marmóreo recibidor de un hotel opulento con luces de neón mientras te sirven copas gratis infinitas mujeres hermosas con leotardos de lentejuelas que coquetean por la propina en una ciudad deslumbrante repleta de tiendas de empeños y de suicidas y sigues creyendo que vas a ganar”.