Columna de Enrique Krauze: La tranquilidad de Jorge Edwards
Por Enrique Krauze, historiador y escritor mexicano
Conversar con Jorge Edwards, leer a Jorge Edwards. ¿Hay diferencia? Así pensé siempre de él, compartiendo con mi esposa las cenas en La Manduca de Azagra, el restaurante madrileño que tanto le gustaba, cercano a su casa. Hablábamos de sus novelas pasadas y futuras, de sus viejos amigos y sus extraños parientes, de las muchas penas y escasas alegrías de nuestros países, pero todo dicho –es decir, contado– con una extraña, casi milagrosa parsimonia.
En 2012 conversamos en la Feria Internacional de Guadalajara sobre Los círculos morados, primer tomo de sus memorias. Jorge lo consideraba una “novela biográfica sin ficción”. Era su género favorito: el puente literario entre la biografía y la novela. Lo leí de un jalón, con una sonrisa permanente: sonrisa de gusto por la lectura amena, educada, informada y gentil; sonrisa melancólica en los momentos más difíciles y dolorosos que narra. Lo leí como si Jorge me lo hubiera platicado sabrosamente una tarde, tomando whiskey, con pasión contenida y sin desbordamientos. Y es que una de las grandes virtudes de ese libro (más allá de su interés por la historia literaria y política chilena de la posguerra) estaba en el tono de su prosa, límpida prosa sin florituras, prosa que se acerca a la confidencia.
Al referirme en público a esa cualidad no estaba haciendo ningún descubrimiento. “Escribe usted con una curiosa tranquilidad”, le dijo alguna vez Pablo Neruda, su padre literario. En un pasaje final de Persona non grata aparece este intercambio con Fidel Castro, el caudillo autoritario a quien por primera vez expuso en esa obra seminal de la disidencia ideológica en nuestros países:
–¿Sabe usted lo que más me ha impresionado de esta conversación?
–¿Qué cosa, primer ministro?
–¡Su tranquilidad!
En su reseña de Persona non grata (1973), Mario Vargas Llosa –su amigo histórico– elogió “la urbanidad de su prosa, el memorialista de sinceridad refrescante, la libertad irrestricta con la que reflexiona, del todo insólita (en los escritos políticos de nuestro medio)”. Jorge, desde luego, era consciente de esa virtud: “…escribir sin prisa, sin atragantarme, con textos debidamente controlados, gradualmente desarrollados, cuidadosamente esponjados y condimentados”.
¿Un Montaigne chileno? Amistades electivas. Montaigne encontró en Edwards a su biógrafo novelado. Y no imagino mejor maestro para hojear las páginas de la vida que el escéptico creador del ensayo, el hombre del equilibrio en tiempos de guerras religiosas. Pero curiosamente, a diferencia de su predecesor, Jorge no daba sutiles lecciones ni extraía mayores conjeturas. Edwards narraba.
¿Cuál era la raíz de ese estilo vital? Jorge remontó muchas corrientes: los prejuicios sociales contra su apellido y su familia aristocrática; los prejuicios antiliterarios de su padre, hombre estricto y esforzado que esperaba todo de él menos que se convirtiera en un escritor; los prejuicios religiosos de sus maestros jesuitas (incluidos los acosos de pedofilia que narra con ejemplar sinceridad y valentía) y, en su momento, los prejuicios ideológicos de la iglesia de izquierda con la que, a pesar de su cercanía con Neruda, nunca sintió la menor afinidad. Esa múltiple opresión lo predispuso a la libertad:
Adquirí una conciencia enraizada, permanente, de mi diferencia, de mi singularidad, y una creciente fascinación frente al desorden, un deseo irresistible de salirme del orden que se me imponía desde todos lados y del cual me convertía sin quererlo (o, en alguna medida, queriéndolo) en símbolo, en paradigma.
A partir de esa tranquila confesión, no es difícil imaginar el trasfondo de su experiencia cubana. Fue contra el orden jesuítico de Castro que reaccionó Edwards.
Nadie conocía como Edwards ese terreno incómodo al margen de las iglesias. Cuando se publicó originalmente, Persona non grata no encontró editores en Europa, por su crítica a Castro. Solo era lícito hablar de la represión en Chile, no en Cuba. En el prólogo a una nueva edición de su libro describió aquella atmósfera maniquea: “Se practicaba, con bombos y platillos, la indignación unilateral: moral hemipléjica, paralizada del costado izquierdo.” Edwards decía haber aprendido que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la ribera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. “Esclavos de la consigna”, como había dicho Vicente Huidobro. Por otra parte, el libro tampoco circuló en los primeros años de Pinochet porque su epílogo ofendía a la Junta. Cuando Edwards hablaba de primera mano sobre Cuba acertaba, pero cuando revelaba historias de horror en Chile cometía un “acto de lesa patria”. Solo se autorizó un tiraje limitado en 1978.
Edwards padeció antes que nadie la soledad del escritor crítico de las dictaduras de derecha, pero estigmatizado por la clerecía de izquierda por señalar sus hechos incómodos. Fue, en ese sentido, un hermano americano de Koestler y Orwell. Tenía el don de la claridad literaria y moral. Su tono, indistinguible de su persona, cabe en una sola palabra que acaso algún día describirá a este continente de odios inextinguibles: la palabra civilidad.
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