El ejercicio es válido. Para el espectador promedio que llega a Lollapalooza, Jane’s Addiction es un grupo del pasado, una pieza de museo reconocida por un par de temas que todavía suenan esporádicamente en las radios. Esa misma sensación debe haber tenido Perry Farrell, el líder de esta banda y, además, ideólogo de este multitudinario festival, cuando hace más de treinta años partió con su banda y observaba con la misma distancia que los jóvenes que ahora lo escuchan, a estrellas del pasado como Jerry Lee Lewis, Chuck Berry o el propio Elvis Presley.
Vestido como un vaquero espacial, el hombre que en pocas semanas cumplirá 64 años, no hace caso a la corrección política: durante largos pasajes de su espectáculo, tres chicas voluptuosas y con poca ropa, se contornean gimnásticamente en unas barras puestas en los costados del escenario, se suben a un caballo de madera como si cabalgaran eróticamente y se tocan entre ellas. Esas expresiones típicamente noventeras –y que arquean las cejas de más de una muchacha- terminan con las tres mujeres acariciando al cabecilla de Jane’s Addiction al final del show como si tuvieran que pagarle un favor.
En el escenario, la música de Farrell es la expresión de un dinosuario que se niega a extinguirse. En una época en que la música urbana domina todos los rincones del mundo, el rock de Jane’s Addiction, que sirvió de pasadizo entre los sonidos alternativos de fines de los 80 y el surgimiento del grunge, tiene un carácter totalmente revisionista, generoso en recuerdos para los espectadores de más de cuarenta años, pero lejano para una juventud que celebra otro tipo de discurso musical, menos aguerrido, pero más festivo.
Con la figura de Farrell como protagonista principal y excluyente, Jane’s Addiction logró imprimir ese punk rock que, en esos años, resultó original sobre todo en sus dos primeros álbumes, pero que ahora no han envejecido con la misma trascendencia de, por ejemplo, Real Thing, el primer disco de Mike Patton al micrófono de Faith No More. Convencido de su rol de figura –bueno, es el dueño de Lollapalooza-, Farrell dialogó con el público, improviso varias veces el ceacheí –un guiño que ayer también realizó Rosalía-, tomó vino chileno y confidenció que había recorrido las playas y el desierto de Chile y que “era un lugar magnífico”.
Su espectáculo se centró en un recorrido por su trayectoria con puntos altos como la belleza acústica de Jane says y el art rock con aliños metaleros de Mountain song, pero no interpretó su mayor hit: Been Caught Stealing. Poco importó. Se fue entre aplausos y satisfecho.