Conmovido por la noticia, y a pesar de su estampa de hombre rígido, Maximilien Robespierre dejó los asuntos de Estado de lado por unos momentos y le dirigió unas palabras a su amigo Georges-Jacques Danton. Por entonces, el segundo residía en Bélgica, donde se encontraba cumpliendo una misión. Estando ahí recibió la cruel noticia: su esposa, Gabrielle, murió mientras daba a luz a su cuarto hijo, quien también falleció. De un solo golpe, Danton se quedaba viudo y con 3 hijos a cuestas. Entonces, Robespierre entendió que el momento necesitaba menos de política y más del afecto sincero del amigo.
“Lloremos juntos nuestros amigos...hagamos sentir pronto los efectos de nuestro profundo dolor sobre los tiranos que son autores de nuestras desgracias públicas y nuestras desgracias privadas...Te quiero más que nunca y hasta la muerte. En ese momento soy tú mismo”.
La carta, fechada el 15 de febrero de 1793, ha hecho noticia por ser subastada a un coleccionista privado en Europa. Esquelas más o menos, lo importante es que da cuenta de nexo de dos nombres de peso en el proceso de la Revolución Francesa.
Ambos, abogados y amigos, estuvieron conectados con los hechos desde el origen. De a poco fueron ganando más notoriedad y participación como líderes de sus respectivas facciones. Danton, a la cabeza de los llamados Cordeleros; y Robespierre, en el Club de los Jacobinos. Tanto unos como otros se encontraban en el lado más exaltado de la revolución, al menos en sus comienzos. De hecho, ambos votaron a favor de la muerte de Luis XVI, en 1793.
También fueron diputados en la Convención Nacional, el órgano legislativo. Danton también fue ministro de Justicia, entre agosto y octubre de 1792, y tuvo la idea de empujar la creación de un Tribunal Revolucionario, que comenzó a funcionar en agosto de 1792. Y como si fuera poco, compartieron lugar en el Comité de Salud Pública, el órgano colegiado que a partir de abril de 1793 realizaba las funciones del Poder Ejecutivo.
Pero a pesar de que tenían un camino y una amistad en común, tenían bastantes diferencias. Danton era un hombre alto, con presencia, y sobre todo carismático y muy popular. “La altura de Danton era colosal, su aspecto atlético, sus rasgos fuertemente marcados, groseros y desagradables, su voz sacudía las cúpulas de los pasillos”; describe R. Griffiths en The Monthly Review. Por el contrario, Robespierre tenía mucho menos atractivo, siendo más oscuro en carácter. “Robespierre no tenía la poderosa presencia física de Mirabeau o Danton. Tenía una voz aguda, con poca proyección, y necesitaba gafas para ver sus textos, que leía lenta y cuidadosamente, para asegurarse de que los periodistas de la sala tuvieran tiempo de captar sus palabras. Ni siquiera parecía un verdadero revolucionario”, señala Jeremy Popkin en El nacimiento de un mundo nuevo - Historia de la Revolución francesa.
Sin embargo, Robespierre cautivaba por su inteligencia y oratoria. “Cuando Robespierre pronunciaba uno de sus discursos cuidadosamente pensados en la Convención o en el Club Jacobino, sus colegas sabían que tenían que prestar atención. En los cuatro años y medio que habían pasado desde que llegó a los Estados Generales como diputado de la ciudad provincial de Arras, Robespierre había ejercido una autoridad moral que no era comparable con la de ningún otro líder revolucionario”, apunta Popkin.
“¿Habráse visto alguna vez mayor locura?”
Para 1793, la Revolución se encontraba en una etapa crucial. Ante las invasiones de potencias europeas que pretendían devolver la monarquía a Francia, el país se encontraba con una guerra defensiva en sus propias fronteras. De hecho, fue en la Batalla de Valmy, en septiembre de 1792, en que los franceses lograron contener una ofensiva prusiana. Pero también hubo represión interna, como en la Guerra de la Vendée, una región en el oeste del país donde se levantaron contrarrevolucionarios dispuestos a echar abajo todo lo que se había realizado. Con puño de acero, Robespierre -a la cabeza del Comité- no dudó en reprimirlo hasta mantener cierto control.
En esos días se vivía la etapa conocida como “El terror”, donde se aumentaron de manera exponencial las detenciones y ejecuciones de personas sospechosas de atentar contra la revolución. “Los meses de diciembre de 1793 y de enero de 1794 constituyeron el punto álgido de las ejecuciones: 6.882 de las 14.080 personas sentenciadas por los tribunales en el año del Terror murieron durante estos meses”, indica Peter McPhee en su estudio La Revolución Francesa 1789-1799.
A pesar de ello, y con el coste de sangre de ciudadanos derramada, se mostraban ciertos signos de estabilización. Por ello, el 20 diciembre de 1793, Danton y un grupo de seguidores (entre los que se encontraba Camille Desmoulins, amigo de Robespierre desde la infancia), se atrevieron a pedir el fin de las medidas excesivas, señalando que ya habían cumplido su objetivo.
“¡Queréis deshaceros de todos vuestros enemigos por medio de la guillotina! ¿Habráse visto alguna vez mayor locura? ¿Creéis posible que un hombre muera en el cadalso sin crearos otros diez enemigos entre su familia y amigos?...Mi opinión es completamente distinta a la de aquellos que os dicen que el terror debe seguir estando en el orden del día”, escribió Danton en las páginas de Le vieux Cordelier, el periódico que publicaba el bando que lideraba, apuntando directo al Comité de Salud Pública.
Como ocurrió durante todo el proceso, al grupo que pidió el fin de los excesos se le colocó un nombre: los Indulgentes. Con ellos, Robespierre no difería del todo. “Robespierre compartía algunas de las preocupaciones de los Indulgentes, y tenía una relación más cercana con uno de ellos –el experiodista y diputado Camille Desmoulins–, que con cualquier otro político importante. Por encima de todo, Robespierre se oponía a la violenta campaña de descristianización, que había alcanzado su punto álgido a principios de noviembre”, señala Jeremy Popkin.
Pero una cosa es el fin de la descristianización (que incluyó un nuevo calendario, el “Calendario Revolucionario”) y otra es el relajo de las medidas contra los opositores políticos. De hecho, en el cuarto número de Le vieux Cordelier, dirigido directamente a Robespierre, Desmoulins fue mucho más allá. “Pidió que un ‘comité de clemencia’ considerara la liberación de ‘estos doscientos mil ciudadanos a los que ustedes llaman sospechosos, ya que la detención por sospecha no aparece en la ‘Declaración de Derechos’”.
El llamado irritó a los Jacobinos más exaltados, que empezaron a presionar a Robespierre para que tomara medidas severas. Para él, el terror no era solo un instrumento de represión para usar puntualmente, sino que tenía un fin más trascendente. “El Terror tenía un propósito mucho más elevado que el de ganar la guerra simplemente. La visión de Robespierre de una sociedad regenerada, virtuosa y abnegada era, para él, la única razón de ser de la revolución”, señala McPhee.
Pero Robespierre, frío y cerebral, estuvo dispuesto a concederle una chance a su amigo. Haciendo caso a los Jacobinos más pragmáticos, estaba convencido que mal que mal, Danton era un líder popular, de peso relevante, y no podía simplemente encarcelarlo así como así. Además, Desmoulins era su amigo. Por ello, a instancias de amigos en común, según McPhee, Robespierre aceptó cenar con Danton. Los entremeses, comistrajos y el buen vino francés podrían revertir un destino que se veía inexorable.
Sin embargo, McPhee asegura que el resultado de esa cena no fue el mejor. “Los relatos de lo que se dijeron no se pueden verificar, pero al parecer Danton sugirió que algunos de los políticos que habían terminado ante el Tribunal Revolucionario eran inocentes, y Robespierre respondió que, según las normas de Danton, jamás se declararía culpable a un conspirador. El encuentro convenció a Robespierre de que Danton no abandonaría sus críticas a los comités de gobierno; también era consciente de que Desmoulins había preparado el séptimo número del Vieux Cordelier que contenía un ataque tan punzante contra el Comité de Salud Pública que su imprenta se había negado a publicarlo”.
“¡Nos van a juzgar sin dejarnos hablar!”
Tras la cena, la suerte de Danton y los Indulgentes estaba echada. Desmoulins fue a visitar a Robespierre y este dio instrucciones para que no lo dejaran entrar. Ahí, el primero ya supo lo que venía y le dijo a un amigo “Estoy perdido”. Fueron arrestados durante la noche del 30 de marzo de 1794. Cuando se supo la noticia, por supuesto, hubo conmoción en las calles de París. Robespierre solo dijo ante el Comité: “Veremos en este día si la Convención sabe cómo destruir a un ídolo falso”.
Llevados a juicio ante el Tribunal Revolucionario -creado por él mismo- Danton hizo gala de su carácter y tomó rápidamente el control de la sesión, ante un fiscal, Antoine-Quentin Fouquier-Tinville quien, impotente, no tenía más que vagas acusaciones de conspiración. Con su vozarrón, que se oía desde la calle, Danton bramó: “¿De un revolucionario como yo, tan comprometido con la causa, esperáis una tibia defensa? Los hombres como yo no se pueden comprar; en la frente llevan impreso, en caracteres indelebles, el sello de la libertad, el genio del republicanismo; ¡y se me acusa de haberme arrastrado a los pies de viles déspotas!”. Si ocurriera en nuestros días, seguro se transmitiría en directo y se viralizarían extractos de los dichos de Danton.
Incómodo con la situación, y con tres días de juicio en los que no se había avanzado, Fouquier-Tinville notificó al Comité de Salud Pública que no estaba en condiciones de garantizar el resultado del juicio. Danton y los suyos podrían quedar libres. Sin embargo, con algo de temor, añadió que había una opción para sacarlo adelante: impedirles hablar.
Esa fue la clave. Rápidamente el cruel Louis Saint-Just, apodado el “Arcángel del Terror”, uno de los líderes exaltados jacobinos (y responsable de miles de las muertes del período), denunció a Danton “por revuelta de los culpables”, al perturbar el orden en la sala. Por cierto, una acusación forzada. Luego se arregló que los diputados promulgaran una ley que permitía al fiscal retirar a un acusado del tribunal que “se resiste o insulta a la justicia de la nación”. Hábil político, Danton notó la jugada, y mientras se le retiraba, gritó: “¡Nos van a juzgar sin dejarnos hablar!”.
Al día siguiente, el 5 de abril de 1794, Danton, Desmoulins y los Indulgentes fueron conducidos a la Plaza de Concordia, donde se encontraba campante la guillotina. El monstruo de madera y acero que segaba las vidas de los hijos de la revolución en pocos segundos. Una terrible máquina de muerte. Con personalidad y sentido del espectáculo, indica Jeremy Popkin, Danton le dijo al verdugo: “No olvides enseñar mi cabeza a la gente; vale la pena verla”.