Se remataban los 80 cuando U2 se convirtió en el grupo más grande de la Tierra, y una parte del planeta se asumió devota de las catedrales sónicas de The Edge, la voz mártir de Bono, y los fondos litúrgicos tramados por Adam Clayton y Larry Mullen, en una época de abundantes programaciones, cuadraturas y brillos.

La memoria es un campo minado de recuerdos: grabar al fin de la radio Pride (in the name of love); borrar el horroroso estampado amarillo de bordes rojos que gritaba “U2″ en la edición chilena del caset de The Joshua Tree (1987), arruinando la solemne portada de Anton Corbjin; el ambiente canábico en una función de Rattle & Hum (1988); el cedé de Achtung Baby en la navidad de 1991, y disfrutar de un maxi single con la primera versión de Sweetest thing, mucho mejor que la del bobalicón video posterior.

He peregrinado unas cuantas veces a esos shows donde lucen cada vez más empequeñecidos con teloneros que a veces los superan, un poco perdidos entre pantallas gigantes y estructuras espectaculares dotadas de la mejor luz y sonido, esas capillas trasatlánticas repitiendo con estribillos simples y eternos su mensaje de comunión y trascendencia, carente de mayores detalles.

En Youtube abundan registros de U2 en el peak de la popularidad, conquistando al mundo en directo entre 1987 y 1989, justo antes de los montajes monumentales; una banda de rock saboreando la máxima exposición con algunos traspiés -Bono con un brazo quebrado en varias fechas-, en medio de un calendario intenso, expandiendo progresivamente la paleta sónica como presagio de los noventas. Hacia 1989, The Edge ya exhibía avances de la revolución contenida en Achtung Baby.

Ese U2 era un personaje de una película indie, comparado al U2 corporativo de la actualidad retratado en el flamante documental A Sort of homecoming (disponible en Disney+), con la participación de David Letterman y el reputado Ron Howard en los créditos de producción. Una hora y 24 minutos de oficialidad, formalidad y humor blanco. De rock, nada.

La propia elección de Letterman en el rol del gringo famoso despistado supuestamente amigo de los músicos que nunca ha viajado a Dublín, y que no está muy al tanto de la turbulenta historia contemporánea del país dividido por motivos religiosos, resta de un plumazo alguna clase de filo y profundidad en este proyecto retrospectivo.

En el guión, el ex animador de late show emitido durante 22 años hasta 2015, es una especie de Federico Sánchez recorriendo Dublín, guiado por los intereses de un adulto mayor. Va a dar a una tienda de sombreros, conversa con gente de la calle y reparte entradas para un concierto de U2, que en rigor no es tal, sino una cita de características musicales con Bono y The Edge.

De la misma manera en que el reciente Songs of surrender, que compila 40 canciones del grupo involucrando sólo al cantante y al guitarrista, A Sort of homecoming es un encuentro que excluye a Adam Clayton y Larry Mullen, excusados de participar por agendas y achaques físicos, respectivamente.

El motivo central es escarbar en el cancionero de la banda porque “nuestras canciones siguen creciendo, siguen emergiendo”, asegura Bono, mientras The Edge se pregunta “qué queda cuando lo quitas todo”, adelantando que la recarga eléctrica característica quedará fuera en esta nueva lectura de algunos clásicos.

El documental parte como una especie de retrospectiva de U2 con entrevistas de Letterman en conjunto y por separado, que rápidamente bifurca hacia el conflicto de Irlanda enmarcado en el hit Sunday bloody sunday y, en segunda instancia, a identificar al grupo con Dublín y el país.

Este último guiño coincide paradójicamente con la noticia de una encuesta en una radio local proclamando a Thin Lizzy como la mejor banda irlandesa de todos los tiempos, superando por paliza a Bono y compañía. El cuarteto no goza del aprecio popular desde que decidieron trasladar a Holanda parte importante de sus negocios por motivos tributarios, en 2006.

A Sort of homecoming circunda sin profundizar el impulso permanente de U2 por componer música con aspiraciones espirituales y acento cristiano. Se relata el conflicto de The Edge entre seguir militando en una banda de rock y consagrarse al credo, y la tensión que genera en la banda el activismo de Bono.

El cantante reconoce el conflicto. Como anécdota, cuenta que sus compañeros le rogaron no invitar a un concierto a un político republicano con el que había trabajado. Lo hizo igual.

Bono, vocalista de U2.

Es probablemente el momento más rockero y desafiante de todo el documental, gráfico sobre el carácter de Bono y su manera de circular en las más altas esferas del poder, junto a la escena de The Edge tocando la intro de Where ‘s the streets have no name para disfrute de David Letterman, este amigo incómodo cuando Bono y The Edge cantan una canción en su honor, donde es descrito como un viejo larguirucho sin mucha gracia. El registro da la razón a los músicos. Los chistes y ocurrencias de Letterman son sosos y aburridos.

Este documental acordonado a la magnífica impresión que Bono y The Edge tienen de sí mismos y su obra, circunscrito a una trayectoria descrita en impecables términos sin mayores conflictos y sinuosidades, según esta lectura supervisada por los protagonistas, no revela nada que no sepamos del ego de ambos músicos, en particular Bono.

No es una película biográfica sobre U2 porque falta la mitad de la banda. Tantea sus orígenes y motivaciones, y desnuda las canciones en un ejercicio anodino. Pero seguimos sin saber qué significa el éxito a esta escala, o si el deseo de trascendencia y comunión de la música del conjunto engloba algún mensaje, más allá de un pastiche lírico entre el amor y la espiritualidad de resonancias publicitarias.

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