Martin Scorsese, el francés Olivier Assayas, el noruego Joachim Trier, el chileno Sebastián Lelio, el inglés Edgar Wright y otros tantos estuvieron de acuerdo en una idea: la mejor película de todos los tiempos es 2001: Odisea del espacio (1968).

Convocados por cuarta vez por Sight and Sound, los directores de cine –representados por 480 figuras de diversas latitudes– escogieron sus diez cintas favoritas de la historia. Tras no aparecer en el top 10 durante las dos primeras ediciones y quedar segunda en 2012, la obra de Stanley Kubrick se impuso como la más votada en el ejercicio publicado en diciembre pasado, flanqueada en el podio por Ciudadano Kane (1941) y El Padrino (1972).

En tanto, en la lista elaborada a partir de las preferencias de los críticos y académicos –liderada por primera vez por Jeanne Dielman, 23, quai de Commerce, 1080 Bruxelles (1975), de la belga Chantal Akermal– el filme asomó en el quinto puesto.

Los resultados de la última encuesta de la revista británica han provocado diversas reacciones en la cinefilia, pero algo parece haber quedado al margen de cualquier cuestionamiento: la película de Kubrick sigue generando admiración y con cada año que cumple sólo parece crecer su influencia entre veteranos y neófitos.

Tiempo atrás la francesa Claire Denis –quien en 2018 se aventuró en la ciencia ficción con High life– aseguró que “no es posible imitar nada de 2001: es tabú, territorio privado”. Plegándose a ese concepto, el mexicano Alfonso Cuarón derechamente optó por evitar volver a verla antes de filmar Gravedad (2013), su oscarizada superproducción con Sandra Bullock. “Pese a que estaba tratando de no hacer 2001, está claro que su fantasma me perseguía”, señaló en un ensayo para Entertainment Weekly, llamando a la película de 1968 “un hito inalcanzable”.

Aunque su estatus de clásico del cine puede remitir a algo impoluto, su historia esconde diversos episodios turbulentos, contradictorios y enigmáticos.

Kubrick estaba en la mitad de sus 30 y era responsable de siete largometrajes cuando empezó a imaginar su primera cinta de ciencia ficción. Intrigado por la posibilidad de la vida fuera de la Tierra, en 1964 decidió contactar al escritor Arthur C. Clarke, con quien tenía un amigo en común.

“Quería discutir contigo la posibilidad de hacer la proverbial ‘realmente buena’ película de ciencia ficción”, le expresó en una carta. En la misiva le especificó que sus áreas de interés estaban en “creer en la existencia de vida extraterrestre inteligente” y en “el impacto (y tal vez la falta de impacto en algunos sectores) que tal descubrimiento tendría en la Tierra en un futuro próximo”.

Tras recibir una respuesta afirmativa, la pareja se reunió en Nueva York para disparar algunas ideas. Kubrick le ofreció un trato inusual: que escribiera un tratamiento novelizado del filme, el que serviría como base del largometraje, y que luego esa obra fuera publicada. La sugerencia respondía en parte a que el director venía de trabajar casi únicamente en largometrajes con origen en la literatura –incluyendo Lolita, de Vladimir Nabokov, y Espartaco, de Howard Fast–, pero sobre todo a que necesitaba ese nivel de especificidad para introducirse en su primera experiencia en la ciencia ficción.

En febrero de 1965 se hizo oficial que el estudio que respaldaría el proyecto sería MGM, uno de los gigantes de la industria estadounidense. Recién ascendido a la presidencia de la firma, el ejecutivo Robert O’Brien aprobó un presupuesto de US$ 6 millones y dio luz verde a que el director y su equipo se instalaran en Borehamwood, en las afueras de Londres. Ese domicilio, lejos de Hollywood, facilitó que Kubrick reacomodara y desechara piezas a su antojo durante el rodaje, que comenzó ese año entre Navidad y Año Nuevo.

Keir Dullea (David Bowman), Gary Lockwood (Frank Poole) y el resto de los integrantes del elenco se encontraron con un set pensado hasta el más mínimo detalle. En una época en que la aplicación de efectos generados digitalmente no era una posibilidad para las películas, la nave en que viajaba la tripulación fue construida en tamaño real por los diferentes departamentos de la cinta. Eso incluso contempló una centrífuga que giraría para simular la gravedad, la que demoró seis meses en estar terminada.

Aunque el rodaje demandó escenas riesgosas, los actores no dudaban de las habilidades del hombre detrás del filme. “Llevaba meses trabajando con Stanley y confiaba plenamente en él. Nada podía salir mal si Stanley estaba a cargo”, señaló Dullea.

La trastienda de la producción también es recordada por los ajustes que se introdujeron casi hasta el último minuto. Por ejemplo, el realizador modificó la voz de HAL 9000, la inquietante inteligencia artificial que acompaña la misión: la labor originalmente corría por cuenta del estadounidense Martin Balsam y derivó en el canadiense Douglas Rain. En otro apartado, el compositor Alex North, con quien había trabajado en Espartaco, se quedó con música creada para 2001 cuando fue informado de que sus servicios ya no serían necesarios.

No fueron los únicos giros que jugaron en contra del cumplimiento de las fechas del calendario y que causaron que la fecha inicial de estreno fuera aplazada (Kubrick debía entregarla terminada en octubre de 1966). Otro punto importante fueron las complejidades de la filmación de la escena inaugural ambientada en la prehistoria. Luego de descartar rodarla en África, el director optó por disfrazar a actores y usar una innovadora técnica de proyección para conseguir que las imágenes lucieran filmadas en locación y no en estudio.

Pero quizás el mayor dolor de cabeza fue definir el final. Durante buena parte del proceso Kubrick y Arthur C. Clarke no lograron ponerse de acuerdo con cuál era el cierre más apropiado para un largometraje que indaga en la evolución humana. Después de varios intercambios, habría sido idea del escritor concluir la cinta con David Bowman, el único sobreviviente de la tripulación, y la aparición de una especie de feto rodeado de luz. Una secuencia que el director decidiría musicalizar con Also sprach Zarathustra, de Richard Strauss, sellando uno de los desenlaces más misteriosos y fascinantes de la historia del cine.

Fue una escena apropiada para una obra que marcaría el pináculo de la carrera de todos sus involucrados. En palabras de Douglas Trumbull, supervisor de efectos visuales, “la producción costó US$ 10 millones y fue como un gran proyecto de investigación y desarrollo para llegar a la Luna”.

De las críticas al culto

El momento del gran estreno llegó en abril de 1968, hace 55 años. El lanzamiento se realizó en Nueva York ante un público que esperaba ansioso ver lo nuevo del responsable de Lolita (1962) y Dr. Strangelove (1964). Pero la noche se terminó pareciendo más a una pesadilla que a una velada consagratoria.

Mientras en pantalla la tripulación del Discovery intentaba completar su misión, una sexta parte de los espectadores abandonó la sala antes del final, y Arthur C. Clarke habría estallado en llantos durante el intermedio, según el recuerdo de la esposa de Kubrick, Christiane. El grupo que se retiró incluía a ejecutivos de MGM, miembros de la industria y potenciales financistas de los siguientes proyectos del director, quien veía cómo su sueño se derrumbaba.

2001: A SPACE ODYSSEY, Keir Dullea, 1968

Y la crítica especializada fue más dura que elogiosa. “Una película muy complicada y lánguida, en la que pasa casi media hora antes de que aparezca el primer hombre y se pronuncie la primera palabra”, opinó The New York Times.

Una película monumentalmente carente de imaginación”, señaló Pauline Kael en Harper’s, reconociendo únicamente que los efectos visuales eran “sorprendentemente detallados”. “Si los grandes directores de cine van a recibir crédito por hacer mal lo que otros han estado haciendo brillantemente durante años sin dinero, sólo porque lo han puesto en una pantalla grande, entonces los hombres de negocios son más grandes que los poetas y robar es arte”, concluyó.

2001 parecía destinada al fracaso, pero ocurrió lo inesperado: el público respondió y la convirtió en la cinta más exitosa de 1968 en Estados Unidos, un hito que el director jamás volvería a alcanzar en sus tres décadas siguientes de actividad. ¿Por qué la audiencia se reunió en masa en torno a un filme realizado bajo la idea de causar reflexión en vez de espectáculo puro y duro? Los expertos apuntan al momento del país y al pleno auge de la contracultura. En ese contexto, 2001 –promocionada en los afiches como “el viaje definitivo”– ofrecía la experiencia lisérgica que toda una generación deseaba ver.

Michael Benson escribió un libro (Space odyssey: Stanley Kubrick, Arthur C. Clarke, and the making of a masterpiece, 2018) en que se refiere a la cinta como “una película de cine arte hecha con un presupuesto de un blockbuster de Hollywood que es más parecida a una composición musical que al habitual cine comercial basado en diálogos”. En esas páginas planteó que en salas se produjo un fenómeno que “las audiencias mayores no necesariamente sabían qué era”.

2001: A SPACE ODYSSEY, 1968

David Bowie se inspiraría en ella para crear uno de sus discos más emblemáticos (Space oddity, 1969), y otros músicos como John Lennon también le rendirían tributo. En tanto, jugó un rol fundamental en la formación de cineastas que dominarían la industria durante el final del siglo XX y lo que llevamos del XXI, como Steven Spielberg, James Cameron, George Lucas y Ridley Scott.

“¿Cuánto ha influido el filme en las personas que hacen la tecnología actual, y cuánto predijo la película hacia dónde irían las cosas de forma natural?”, se preguntó hace unos años el director Christopher Nolan, encargado de una masterización del largometraje que se estrenó en el Festival de Cannes 2018. “Es imposible desentrañarlo, porque 2001 ha tenido una gran influencia en la forma en que imaginamos que sería el futuro”. Como tanto alrededor de su mitología, sigue siendo un misterio.

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