En 1983, la reflexión de Milan Kundera tenía que ver menos con lo literario que con la realidad de su país. Por entonces, llamado Checoslovaquia, donde nació en 1929, en Brno, la segunda ciudad más grande de lo que hoy conocemos como la República Checa.
En los tiempos en que la Guerra Fría dividía a Europa (y al mundo) entre la “Cortina de hierro” y el mundo occidental, la crítica de Kundera apuntaba a la pérdida de un vínculo histórico que según Kundera, existía entre la Europa central con la occidental. “Ya no nos hacemos ilusiones con los regímenes de los países satélites de Rusia [la URSS]. Pero olvidamos la esencia de su tragedia: han desaparecido del mapa de Occidente”.
Hoy, a sus 94 años, esa histórica conferencia de Kundera -pronunciada solo un año antes de su hit La insoportable levedad del ser- está disponible en las librerías nacionales mediante Tusquets Editorial con el nombre de Un occidente secuestrado. Por entonces, el autor ya llevaba 6 años viviendo en Francia, donde partió al exilio y reside hasta hoy.
Kundera critica a la entonces Unión Soviética -o en rigor, a su motor, Rusia- por una suerte de eslavización de la Europa Central, que a juicio del checo, no corresponde. Aunque detecta el origen de la tendencia mucho antes de la Guerra Fría. “No es más que una mistificación política fabricada en el siglo XIX. A los checos (pese a la severa advertencia de sus personalidades más representativas) les gustaba esgrimirla en una ingenua defensa contra la agresividad alemana; los rusos, en cambio, se servían de ella de buen grado para justificar sus miras imperiales”.
“‘A los rusos les encanta llamar eslavo a todo lo que es ruso para luego poder llamar ruso a todo lo que es eslavo’, proclamó ya en 1844 el gran escritor checo Karel Havlícek, que ponía a sus compatriotas en guardia contra su boba e ilusa rusofilia. Ilusa, porque durante su milenaria historia los checos no tuvieron nunca ningún contacto directo con Rusia. A pesar del parentesco lingüístico, no tenían ningún mundo común con ellos, ninguna historia común, ninguna cultura común, mientras que las relaciones de los polacos con los rusos no dejaban de ser una lucha a muerte”.
Pero no siempre Rusia fue así de aislacionista. Tras las guerras Napoleónicas (que incluyeron una fallida invasión del Emperador de los franceses a las tierras del Zar), el gigante de Europa del este se fue acercando al occidente. Sin embargo, algo pasó. “No es menos cierto que el comunismo ruso reavivó vigorosamente las viejas obsesiones antioccidentales de Rusia y arrancó a esta brutalmente de la historia occidental”.
“No es Rusia, sino el comunismo, el que priva a las naciones de su esencia y el que, por cierto, hizo del pueblo ruso su primera víctima. Ciertamente, la lengua rusa asfixia las lenguas de las otras naciones del Imperio; pero no es porque los rusos quieran rusificar a los demás, es porque la burocracia soviética, profundamente anacional, contranacional, supranacional, necesita un instrumento técnico para unificar su Estado”.
En ese sentido, Kundera reivindica la existencia de Europa Central como una entidad propia, con una identidad definida. “No es un Estado, sino una cultura o un destino. Sus fronteras son imaginarias y deben trazarse y volverse a trazar a partir de cada nueva situación histórica”. Y rescata los aportes culturales que ha hecho esa región al mundo: la escuela musical del austriaco Arnold Schönberg, fundador del sistema dodecafónico; las composiciones del húngaro Bela Bartok, el polaco Frédéric Chopin o las obras literarias de Franza Kafka y Jaroslav Hašek.
Incluso, rescata un elemento uniformador del bloque: la presencia de los judíos (la rama Azhkenazí, por supuesto). “Ninguna parte del mundo ha estado tan profundamente marcada por el genio judío. Extranjeros en todas partes y también en sus propios países, educados por encima de las luchas nacionales, los judíos han sido en el siglo XX el principal elemento cosmopolita e integrador de Europa Central, su argamasa intelectual, condensación de su espíritu, creador de su unidad espiritual. Por eso los amo, y me aferro a su legado con pasión y nostalgia, como si fuera mi propio legado personal”.
Finalmente, Kundera lanza un diagnóstico desgarrador, que en el fondo, occidente solo reconoce a la Europa central como parte del bloque del este, y no por sí misma. “Puesto que Europa está perdiendo el sentido de su propia identidad cultural, no ve en Europa central más que su régimen político; dicho de otro modo: solo ve en Europa central a Europa del Este”.
El libro generó bastante impacto en su tiempo, generando reacciones y polémicas sobre todo en Alemania (entonces dividida en dos) y en la misma Rusia. A juicio del politólogo Jacques Rupnik, el ensayo contribuyó “a remodelar el mapa mental de Europa”, antes de 1989.