Ocurrió en noviembre de 1997 y se le conoce como “la noche de la fatídica crisis” de Thom Yorke, el líder de Radiohead. El grupo toca en Birmingham, su último disco, OK Computer (1997), es un éxito de crítica y ventas, pero el cantante está angustiado y cansado de tantos shows. Una hora antes que comience el espectáculo, decide arrancarse del teatro y subir a un tren con rumbo desconocido. Lo agobia la responsabilidad de la prensa que señala que serán los nuevos U2 y compara a su reciente álbum con Unforgettable Fire (1984) de los irlandeses. O sea, el preámbulo del triunfo total y planetario de su música.
Yorke toma un tren equivocado. Lo reconocen los fans y lo devuelven al lugar del que intenta escaparse. Pero arrastra los pesares de la fama: malestar, incomodidad e impotencia de ser conocido. Publicado en plena pandemia y traducido al español hace unos meses, Esto no está Pasando, El Kid A de Radiohead y el comienzo del siglo XXI, de Steven Hyden, es un libro didáctico y entretenido sobre la génesis y desarrollo de uno de los álbumes emblemáticos de la primera década de este siglo.
En sus 250 páginas, el autor y periodista realiza una investigación con detalles poco conocidos. Relata, por ejemplo, que Yorke quiso hacer música después de escuchar el disco Blood and Chocolate (1986) de uno de sus referentes artísticos: Elvis Costello. Y que durante su época universitaria tenía un grupo, On a Friday, con un impacto mínimo. La aversión del quinteto por la decadencia del rock and roll al estilo de Mötley Crüe o los destrozos en hoteles de Led Zeppelin resulta como una de sus características más sorprendentes. No hay grandes escándalos en la historia de la banda. Nadie tuvo un juicio de paternidad ni acabó en una clínica de rehabilitación. “Nunca me he aprovechado de las oportunidades de tener sexo de una noche. Es tratar el sexo como si fuera cocaína”, dijo el guitarrista Jonny Greenwood, a mediados de los 90.
Más allá de esos detalles, el libro se centra en la gestación y promoción de Kid A (2000). Luego de terminar la gira de OK Computer, los músicos estaban agotados y se tomaron un año y medio de descanso. El regreso a los estudios fue tensionante.
Yorke, el motor de la banda, no quería otro disco de guitarras y se aficionó al sello electrónico Warp. Inspirado en grupos como Autechre, Boards of Canada y, especialmente, Aphex Twin, el cantante comenzó a experimentar con máquinas y a difuminar su voz. Con material registrado en París, Copenhague e Inglaterra, el grupo grabó cientos de horas, pero no daba el tono con lo que buscaban. Celosos de su trabajo, hicieron una concesión: desde julio de 1999 al invierno de 2000, el guitarrista Ed O’Brien llevó con regularidad un diario online en la web del quinteto que documentaba las sesiones de grabación para los fans más acérrimos. Durante más de dos meses, se sentían atascados creativamente y, reconocen, tuvieron miedo. Pensaban que se convertirían en los nuevos Stone Roses, aquel grupo que después de un deslumbrante debut homónimo en 1989, pasó cinco años en el estudio para registrar un disco, Second Coming (1994), que fue un fiasco y también su lápida.
En enero de 2000, Radiohead se reconcilió con la música que andaba buscando. Las montañas de ideas a medio hacer y sus caprichos experimentales tuvieron forma gracias al ingenio del productor Nigel Godrich. Dividió a los músicos en dos grupos y cada uno de ellos debía improvisar melodías que luego se transformarían, con todos en el estudio, en futuras canciones. La prensa, en tanto, seguía sus pasos. Iban a las casas de los músicos, entrevistaban a sus padres y parejas, pero conseguían poco. Hasta que la revista Melody Maker consiguió un CD con algunas canciones y publicó que el disco “va a ser rock orquestal distorsionado con computadores, aventuras sónicas con empalmes y loops, art rock para gente con influencias de jazz funk y la voz de Yorke más intensa que nunca”.
El disco, más bien, parecía presentarse como un trabajo más que algo agradable de oír y las reseñas iniciales de los medios fueron críticas, sobre todo, porque la banda no había logrado continuar con lo que proponía OK Computer. El quinteto había evolucionado su música a la manera de Scott Walker, otro de sus héroes, que partió con arreglos orquestales y terminó con sonidos intrincados y pesadillescos.
Pero Kid A tuvo varios golpes a su haber. Fue el primer gran disco de rock que se experimentó a través de Internet –se subió a las redes unos pocos días antes de su publicación- y su sonido glacial, frío y oscuro anticipó el futuro que estaba por venir, como el 11 de septiembre de 2001, la polarización política extrema, las guerras inventadas en Irak y Afganistán, y la proliferación de redes sociales.
Para una gran mayoría, ese álbum generó un sentimiento de frustración. La distorsión robótica de Everything in its right place o la gelidez brumosa de Idioteque resultaron incomprensibles. Y cuando apareció Amnesiac (2001), ocho meses después de Kid A, medios como The Guardian se burlaron de Radiohead escribiendo “tranquilos: este disco no es como su antecesor”.
Sin embargo, el tiempo ha hecho lo suyo. Kid A está permanentemente en lo más alto de los rankings de la música no solo de la década, sino de este siglo porque funciona como una pieza ambiental sin costuras, fluyendo de canción en canción con una sensación infrecuente de lógica interna. Un verdadero triunfo de una de las bandas más originales de los últimos treinta años.