“En 1991, Nirvana firmó con un gran sello. Su primer lanzamiento con Geffen Records vendió 30 millones de copias… Esta no es esa historia”.
Tras la advertencia, el documental Underground Inc.: The Chaotic Rise & Fall of Alternative Rock (2019), disponible en Youtube, reconstruye la relación entre la escena rock alternativa con la gran industria disquera estadounidense en los 90, un carrete musical y comercial que alcanzó dimensiones épicas seguido de una feroz resaca, con asistentes que aún no se reponen de la experiencia de tocar el cielo combustionando sexo, drogas y rock & roll, para luego precipitarse como un globo aerostático en llamas. Una fiesta que aparentemente pagaban los sellos, mientras la letra chica escondía cláusulas que endeudaron a bandas con discos de oro.
Como en la mayoría de los quiebres, las responsabilidades son compartidas. Los egos y las adicciones hicieron su parte en un ecosistema frágil constituido mayoritariamente por jóvenes, de pronto invadido por raudales de dinero.
Con entrevistas a músicos de bandas reconocidas como Helmet, Monster Magnet, White Zombie, Filter, Queens of the Stone Age, Fishbone y Clutch, junto a otras promesas a medio camino como Drive like Jehu, Sugartooth, Jawbox y Handsome, más cuantioso material de archivo de shows en clubes y salas, el documental dirigido por Shaun Katz define como punto de partida la escena rock de fines de los 80 al margen de los sellos, distribuida en grandes ciudades como Nueva York y Chicago, y sus distintas alianzas bastardas mezclando creativamente punk, hard rock, indie y metal. “Era un sentido de urgencia que se sentía como si fueran los 60 nuevamente”, define Brian Liesegang de Filter.
La intención de esta música generalmente ruidosa, agresiva y lisérgica era transcribir el ambiente duro y sucio de las urbes en el arranque de los 90, cuando EEUU desataba La Tormenta del Desierto y Whitney Houston dominaba las listas. Si bien la escena rock alternativa también conocida como “college” en alusión a las radios universitarias donde encontraba eco, ya tenía una relación con grandes sellos, el fichaje de Nirvana cambió el curso de los acontecimientos acelerando el proceso de cortejo y conquista de las grandes disqueras, dirigido a bandas que llevaban unas cuantas temporadas recorriendo el país a bordo de vans sucias, donde los músicos se amaban y se odiaban.
Peter Mengede de Helmet recuerda una gira con Melvins en medio de un camino bajo cero donde era imposible abrir las ventanillas sin congelarse, mientras Buzz Osbourne al volante “torturaba a todos tirándose pedos”.
El influyente productor y músico Steve Albini (Nirvana, PJ Harvey) acusa que la narrativa oficial de los 80 se reduce a Prince, Janet Jackson, Cyndi Lauper y Madonna -”pura mierda”, dice-, y que la reacción fue impulsada por bandas “feas” del underground como Sonic Youth.
Para Albini, inmerso en la escena de Chicago desde los 80, ese paisaje social estaba compuesto por gente imposibilitada de encajar en el mundo real. Interactuar con individuos así, asegura, lo convirtió en alguien más abierto y tolerante. “Cada persona tiene algo que es valioso”, reflexiona el productor de In Utero.
La pasión musical de aquella generación provenía de hermanos y amigos mayores, incluyendo circunstancias trágicas. Pepper Keenan de Corrosion of conformity, revela que se inició en la música tras la muerte de un amigo fallecido mientras huía de la policía. Fue a su casa y se llevó su guitarra cuando la destreza solo le permitía dominar canciones de AC/DC y Ramones.
“Los chicos ricos iban al psiquiatra”, explica, “y los chicos pobres como yo tocaban guitarra punk rock”.
Hacia mediados de los 90 esa escena que un lustro antes se movilizaba en camionetas actuando ante poco público, disfrutaba de presupuestos generosos para grabar discos y videos. Si una banda lograba posicionar un clip en MTV, las ventas aumentaban inmediatamente a unas 70 mil copias semanales.
Las ofertas para firmar en un sello debían partir en 250 mil dólares. Grupos que habían registrado demos en salas roñosas disponían de los mismos estudios donde Frank Sinatra había grabado con orquesta. Se acabaron las vans, llegaron los buses de gira y los técnicos encargados de cada instrumento.
Las discográficas se impacientaron a la espera de resultados donde los referentes eran Nirvana, Pearl Jam y The Smashing Pumpkins. La industria no tenía paciencia para aguardar un desarrollo artístico progresivo después de varios álbumes. La rentabilidad debía ser inmediata.
Los sellos comenzaron a meter mano en las giras demostrando desconocimiento del tipo de música que comerciaban y sus públicos. Fue así como los señeros Helmet -”un ejercicio de tensión y control”, en definición de Thrasher Magazine- acabaron compartiendo cartel con Silverchair. “No creo que hayamos conectado con el público femenino de 15 años”, resume Peter Mengede, aludiendo a la fanaticada del trío australiano.
Tras la contratación masiva por parte de los grandes sellos, las bandas que se distinguían por su diversidad, ya estaban hermanadas por la tristeza y la rabia como motivos prácticamente obligatorios, o por looks propios de la cultura yonqui como sucedía con Ministry.
El apuro de la industria por publicar pronto un nuevo álbum seguido por el habitual descontento de las disqueras con los resultados artísticos, derivaron en el triste hábito de despedir fichajes en medio de una gira.
Una banda como Monster Magnet logró resolver el acertijo que planteaban las disqueras, al argumentar la imposibilidad de promocionar material poco comercial. El líder Dave Wyndorf preguntó “¿qué tengo que hacer? ¿poner tetas y dinero en una grabación para vender?”. Así nació Powertrip (1998), su disco de mayor éxito.
Hacia fines de los 90 prácticamente no sobrevivía ninguna de las bandas que había firmado gracias al éxito de Nirvana. Entre las altas exigencias del negocio y las desavenencias internas, el rock alternativo desapareció inexorablemente del radar masivo. Nunca más una millonaria jugada corporativa apostaría por artistas que habitaban los márgenes del negocio.