A tono con su gusto por lo retorcido, Kurt Cobain proyectaba su ideario musical lejos del rock de spray de los ochentas. Pero si algo conservaba del rock and roll setentero que tanto desdeñó en público (pero que tanto disfrutó en su adolesencia), era la destrucción.
Los biógrafos y periodistas que siguieron a Cobain durante las giras de Nirvana, coinciden en que al zurdo le gustaba destruir lo que tuviera al frente. Espejos, cojines, mesas, cuadros, lo que fuera. Lo mismo ocurría en el escenario, cuando solía destruir su guitarra en una suerte de sacrificio ritual como antes de él lo hiciera Jimi Hendrix y otros tantos (y hoy, gente como Phoebe Bridgers).
El periodista Everett True, del afamado Melody Maker, se sumó a un tramo de la gira americana de Nevermind y pudo presenciar el insaciable apetito por la destrucción de los de Seattle. Era simple, se colgaban de la “asignación de equipo” de US$750 que les había dado su sello discográfico para reponer cuerdas, baquetas o lo que necesitaran.
Luego de destruir sus equipos en su show del 2 de octubre de 1991 en el club 9:30 de Washington, Cobain le dijo a True tras bastidores que aún no había visto nada. “Cuando estábamos en Europa casi incendiamos la furgoneta de la gira”, le dijo Kurt.
El periodista, sorprendido, le pidió a Cobain que le relatara lo ocurrido. “Sí, encendí las cortinas de nuestra camioneta de gira mientras hacíamos una entrevista -le dijo Kurt-. Fue unas pocas horas después de otra destrucción... Chris disparó un extintor de incendios, rompió las revistas y destruyó toda la habitación”.
El escándalo fue tal, que una representante del sello discográfico se hizo presente para constatar los daños. Allí se encontró con una bocanada de humo y las cortinas en llamas. “Los rumores fueron un poco exagerados -rememoró Cobain- en la medida en que agredimos a la mujer, destruimos el club y quemamos por completo nuestra camioneta”.