El mismo líder resuelto y de oratoria flamígera, que en junio de 1940 anunció que Italia la declaraba la guerra a Gran Bretaña y Francia, ante una enfervorizada masa reunida en la Plaza Venecia de Roma, ahora parecía otra persona. Lejos de sus días de gloria, en abril de 1945 Benito Mussolini era un hombre completamente derrotado. El sueño se había terminado.
“Mussolini estaba física, psíquica y políticamente aniquilado. Sabía perfectamente que no solo la guerra concluía con una tremenda derrota, sino que el fascismo, como empresa con la cual había comprometido su vida, estaba en su agonía, sin posibilidad alguna de recuperación”, señala José Rodríguez Iturbe en su libro El fascismo italiano - Mussolini y su tiempo.
En rigor, dos años antes, en 1943, que su Italia fascista venía en debacle. Los aliados desembarcaron en Sicilia en julio, y ya en agosto controlaban toda la isla. De ahí quedaban a solo un paso de la península de los Apeninos. El avance era inminente, por ello, los jerarcas del Gran Consejo Fascista se reunieron y acordaron la destitución de Mussolini. Aunque solo tenía un peso simbólico, puesto que el único que podía remover al Duce de su cargo de Primer Ministro era el rey, Víctor Manuel III.
Este, de carácter débil, sin embargo leyó correctamente el panorama. No podía exponerse a que lo asociaran mucho con Mussolini. Lo destituyó, lo reemplazó por Pietro Badoglio, y lo mandó a arrestar. Así se hizo, y se le trasladó a los Apeninos, pero ahí apareció su aliado, Adolf Hitler, quien envió a una división de paracaidistas para que lo rescataran, el 12 de septiembre de 1943. Luego, fue enviado a Alemania, ahí Hitler le pidió que hiciera un esfuerzo para construir un nuevo Estado.
Así lo hizo, se llamó la República Social Italiana, o más conocida como la República de Saló, en alusión a la ciudad donde se hallaba su improvisada capital, en el norte de Italia, que pasó a estar bajo el control de Alemania, como el resto del país. Entre tanto, los aliados avanzaban con dirección a Roma dispuestos a terminar con la presencia nazi. Los hechos se sucedían rápido, el 8 de septiembre de 1943, el rey anunció unilateralmente su armisticio con los Aliados.
En rigor, la República de Saló no fue más que un estado títere de Alemania y que, una vez más, debía acudir en ayuda de la Italia fascista. Así lo había hecho Hitler en la campaña de Italia en Africa del Norte, en la que las fuerzas del Duce fueron duramente derrotadas por los ingleses en Egipto, y sobre todo la fallida invasión a Grecia, en 1940, donde sus fuerzas fueron rechazadas por los helenos. Tiempo después, se rindieron, pero ante las muy superiores fuerzas alemanas que tuvieron que acudir ante el desesperado llamado de Mussolini a Hitler.
Por ello, no es de extrañar que hacia 1945 la derrota ya era un hecho. Los alemanes ya estaban preocupados de sus propios problemas enfrentando la invasión soviética, a las puertas de Berlín, por lo que su atención en Italia disminuyó. Ante eso, el 18 de abril Mussolini decidió trasladarse a Milán. Su idea era pedir la ayuda del arzobispo local, cardenal Ildefonso Schuster, para que actuara como mediador con las fuerzas de la resistencia italiana, los partisanos de la Comitato di Liberazione Nazionale dell’Alta Italia (CLNAI).
Con la gestión del arzobispo, Mussolini esperaba obtener ciertas concesiones para una entrega decorosa. “Mussolini pedía...garantías para su persona, sus principales colaboradores y sus familias. Solicitaba también que la milicia fascista pudiera concentrarse en Valtelina para rendirse solo a los angloamericanos”, señala Rodríguez Iturbe. La reunión se agendó en el Palacio Arzobispal para las 5 de la tarde, del miércoles 25 de abril.
Sin embargo, como en una ópera, en la reunión se sucedieron hechos dramáticos. Los partisanos comunicaron que no aceptarían que Mussolini se entregara a Estados Unidos y Gran Bretaña. “Los delegados del CLNAI informaron que su único mandato era aceptar la rendición incondicional del Duce y del Gobierno fascista, para evitar un baño de sangre en Milán. Se garantizaba a los rendidos un proceso de acuerdo a normas internacionales y respeto a sus familias”. Mussolini se mostró dispuesto a aceptar, sin embargo, en medio de la reunión llegó una noticia: los alemanes se habían rendido. Eso enfadó al Duce. “La noticia enfadó a Mussolini, quien señaló que siempre habían sido tratados como siervos por los alemanes y que ahora, finalmente, los traicionaban”. Pidió tiempo para reconsiderar los hechos con su gente, pero se le denegó. Hasta ahí llegó la reunión en el Palacio Arzobispal.
Solo quedaba huir. Ese día a las 8 de la noche, junto a sus cercanos -incluyendo a su amante, Clara Petacci-, y un grupo de soldados alemanes, comenzaron el penoso trayecto hasta la cercana Como, en el límite con Suiza. La idea era pedir asilo en el país helvético. Pasaron la noche en la localidad de Menaggio, a pocos kilómetros de la frontera. Tras intentar pasar a Suiza, se les denegó el acceso, lo cual los obligó a devolverse. Ahí, en el recodo de camino, fueron detenidos por una columna de partisanos.
Mussolini, viajaba disfrazado con casco y uniforme alemán, haciéndose pasar por un soldado de la Wehrmacht. Los partisanos decidieron dejar pasar solo a los alemanes y que los italianos se quedaran. Hasta ahí, Mussolini zafaba, pero a un muchacho que registraba a los viajeros, Urbano Lazzaro, le llamó la atención que un pasajero se ubicara tan aislado en el camión.
El oficial alemán le comentó: “Camarada borracho, vino”, tratándolo de hacer pasar por beodo. Pero a Lazzaro le llamó la atención el tamaño de la cabeza. Ahí se acercó, y le dijo: “Camarada”, le llamó Bill, sin reacción del otro. “Excelencia”, probó de nuevo. Sin embargo, el supuesto ebrio se estremeció cuando le gritó: “¡Cavaliere Benito Mussolini!”. Ahí el mozuelo le dijo: ‘En nombre del pueblo italiano, queda detenido”. El antiguo líder fue bajado del camión sin oponer resistencia.
Al enterarse de la detención, fue un partisano comunista, Walter Audisio, comisario político jefe de la Brigada Garibaldi, apodado como “coronel Valerio”, quien tomó a su cargo al ilustre prisionero, junto a Clara Petacci. En la tarde del 28 de abril de 1945, fueron trasladados al portón de Villa Belmonte, en la localidad de Giulino di Mezzegra, en la provincia de Como. Ahí, ambos fueron fusilados.
Pero eso no les bastó a los partisanos. Cansados de las humillaciones y persecuciones que habían tenido que soportar, dieron rienda suelta a su ensañamiento. Los restos del Duce y Petacci fueron trasladados a Milán. Ahí, en las instalaciones de una gasolinera en Piazzale Loreto, cercana a la Estación Central de trenes de la ciudad lombarda, los colgaron de los pies boca abajo. Querían tomar revancha de algo similar que los alemanes habían hecho con unos partisanos fusilados el 10 de agosto de 1944. Por ello, los furiosos combatientes, y el pueblo, descargaron su ira contra los cadáveres. Mussolini fue sepultado posteriormente en el Cementerio de San Cassiano, en Predappio, su pueblo natal. Pocos días después, el 30 de abril, Adolf Hitler se suicidó en su bunker. Para evitar correr un final similar al de Mussolini, pidió que incineraran su cadáver. La Segunda Guerra Mundial había terminado.