La leyenda “basado en hechos reales” es número puesto en el cine, la TV y los libros, pero a Alejandro Zambra Infantas (47) se le antoja un poco absurda. Vía Zoom desde su casa en Ciudad de México, donde se instaló a vivir en 2017, sostiene que todo texto tiene ese origen: “Me encantaría leer algo que no esté basado en hechos reales”.
Otra cosa, cree este escritor de amplio espectro, es andar precisando la naturaleza de esos hechos en los que él y sus colegas se basan. A la luz de lo que ofrece su nuevo libro, Literatura infantil, lo suyo es perderse metódicamente en lo que ofrezca la experiencia. Con una prosa de vocación poética, este libro difícilmente etiquetable expone en sus primeras páginas un diario que se dirige a Silvestre, su hijo que hoy tiene cinco años, durante varios de sus primeros 365 días de vida. Un poco como hizo en Tema libre (2018), pero sin libertad de tema.
Terminado el diario del primer año, el libro sigue distintos rumbos, siempre apelando a este hijo, evocándolo, recurriendo a él, haciéndole o haciéndose preguntas. También suscitando la ternura, en chileno y en mexicano: Si te tinca /si te late /yo te llevo en el canguro /por el resto del futuro /mi precioso chilpayate.
“Esta fue una paternidad biológica tardía, muy esperada, muy pensada”, cuenta el autor de Poeta chileno. “Cuando nació mi hijo estaba muy deseoso de recibirlo y de que en ese tiempo la paternidad y la escritura no rivalizaran”.
“No quiero tener ningún motivo para no escribir algo que quiero escribir, y con la paternidad me parecía muy difícil suponer que no iba a hablar de eso”, prosigue. En los textos de Literatura infantil, remata, “está esa rima, esa armonía entre escribir y criar: que mi hijo viera que hay algo de la escritura que tiene que ver con la vida”.
El libro rescata preguntas que te hicieron y que te hiciste: por qué quisiste tener un hijo, qué clase de espejo es un hijo. ¿Fue su escritura una manera de hacer frente a esas preguntas, de ponerlas sobre la mesa?
Las dos cosas. Creo que este libro está más en la no ficción que en la ficción, si es que tomamos esas categorías que siempre son tan discutibles y que dejan a la ficción un poquito apaleada. Adoro la ficción, y me molesta mucho que hablen de la ficción como mentira. Creo que una clave para la educación es reivindicar lo que hay de ficcional en la experiencia cotidiana, en la imaginación, en el soñar despierto, en los chistes. Me interesan mucho los chistes que son ficción, que funcionan como funciona un cuento.
Este es un libro donde hay mucha alegría, donde hay mucho gozo, bobalicón incluso. Hay algo que digo un poco en broma, o demasiado en serio: le hemos regalado a la autoayuda un espacio que la autoayuda recibe gustosa, porque lo supersimplifica. Al final, hay un problema de densidad, porque solo sabemos hablar desde el espesor. Hay una satisfacción enorme en contemplar el crecimiento de un niño y hay un dolor enorme cuando ese crecimiento es difícil, y de todo eso es necesario hablar. Y hablamos de eso, pero pareciera que esas conversaciones no están recogidas, aunque si uno busca, encuentra.
En general, los grandes escritores del canon masculino, como diríamos, no hablaron de la experiencia de la crianza. Uno de los textos más hermosos sobre la paternidad lo escribió Kafka [”Once hijos”], que no fue padre, pero en general la paternidad ha sido vista desde el lugar del hijo. Y hay muchos motivos para no escribir desde el lugar del padre, uno de los cuales, muy atendible, es el pudor: el propio y el ajeno. Pero a mí siempre me ha interesado ese espacio que, siendo literario, está como en un descampado.
¿Te atrae la idea de que alguien llegue a Literatura infantil porque lo conecta con algo cercano, y no tanto con una literatura con mayúscula?
Yo tengo esa fantasía: me gustaría que el libro tuviera esa sobrevida, pero los libros escriben su propia historia. Es un poco lo que me pasó, en un nivel muy distinto, con Facsímil, un libro muy “literario” que podrías leer muy sofisticadamente, pero que llegó también a personas a las que no les interesaba la literatura y que habían tenido que preparar la PAA: nunca les había interesado la forma de una novela, o cómo es un soneto, pero alguna vez habían tenido que hacer el servicio militar de estudiar para la PAA, y entonces entraban desde otro lugar.
“La expresión literatura infantil es condescendiente y ofensiva, y a mí me parece también redundante, porque toda la literatura es, en el fondo, infantil”, escribes en el libro. ¿Quisiste poner en cuestión la etiqueta?
Hay una sensibilidad que está cuestionando una etiqueta muy de la lengua española, porque en otras lenguas no existe: se habla de libros para niños, se habla de sus destinatarios. Lo que pasa es que en español “infantil” es una palabra muy frecuentemente usada en un sentido ofensivo: hasta un niño mayor le dice a otro “infantil”, y el DT de Colo Colo dijo que hubo dos errores infantiles en el segundo tiempo del partido [contra Boca Juniors].
La idea de que hay una literatura especializada para los niños entraña un problema que me interesa más discutir desde la compañía, porque el verdadero problema es la ausencia de compañía. Es un problema muy difícil de solucionar, porque nadie tiene tiempo y porque todo el mundo trabaja muchas horas, y entonces es natural dejar a los niños frente a la tele o al teléfono. Y también puedes dejar a los niños frente a libros muy malos. En ese sentido, la lectura del libro-álbum me parece la lectura perfecta, porque es verdaderamente horizontal. Siempre intentamos que las cosas sean horizontales, pero creo que muchos padres y madres no nos damos cuenta de qué es horizontal hasta que hay alguna manifestación de su horizontalidad. Ves que hay unos dibujos, pero luego te das cuenta de que los libros-álbumes verdaderamente buenos construyen un relato ligeramente disonante en relación con las palabras: que la ilustración no es tributaria de las palabras, que lo que están leyendo sucede en un plano distinto del plano en el que el niño está leyendo a través de las imágenes.
Yo creo en una literatura sin apellido, pero si vamos a poner apellidos, quienes nos quedamos pegados en las palabras reivindicamos un horizonte que podríamos llamar infantil, y hay una parte importante del mundo -que es casi todo el mundo- que considera que esto es absurdo: seguir pensando en las palabras, definiéndolas, seguir balbuceando, seguir percibiendo la dimensión musical de las palabras. Seguir jugando.
Citas a una editora que te pregunta por qué escribes para adultos si deberías escribir para niños...
Eso me lo han dicho varias veces. Con La vida privada de los árboles, que debe ser el libro que más quiero, hubo lectores desencantados. Yo la encuentro una novela muy sombría y muy triste en muchos sentidos, pero tiene esta imagen del padrastro que hace dormir a su hijastra con historias sobre la vida privada de los árboles y le improvisa historias sobre lo que sucede en el parque cuando la gente se va. En buena y en mala onda, la editora que mencionas y otras personas decían, “es demasiado infantil”. Bueno, era un momento de la novela en que había una dimensión infantil.
¿Te permites no escoger entre la academia y la calle?
Claro. Yo siento que no era tan necesario escoger, que había una dicotomía falsa. Además, la academia se ha expandido, se ha diversificado y ha dejado su eco en las conversaciones de las últimas décadas. Se ha vuelto gravitante, incluso. Todo eso parecía ridículo hace 25 o 30 años. Cuando escribía en Las Últimas Noticias, en 2002, había profesores que decían que no podía escribir en un medio de comunicación masivo, porque eso significaba bajar; o que podías hacerlo, pero que tenías que aprender a reducir la complejidad de tu discurso. Y yo pensaba que había cosas que se publicaban ahí que también podían publicarse en la Revista Chilena de Literatura. Creo que el valor de la comunicación, que puede sonar un poco vago, en realidad es muy concreto. Paralelamente, estaba lo de atreverse a decir, porque también había una parálisis entre muchas personas de mi generación que queríamos hablar sin hablar: hablar sin que se entendiera tanto, pero igual hablar.
¿Hablas de comunicación en el sentido de que haya cosas en común?
Sí. Y creo que en algún momento me enamoré del relato, de la contingencia del relato: del hecho de que podía contar la misma historia mil veces y que cada vez era distinta; de que tus recuerdos eran diferentes cada vez, de que siempre había una porción de inseguridad en aquello que ofrecías como una certeza.
Ahí aparece la primera persona, más allá de los lugares comunes al respecto. Por ejemplo, el efecto autobiográfico, o autoficcional, que siempre me interesó en la literatura, nunca me interesó referencialmente: nunca me interesa saber si las cosas que me cuentan realmente sucedieron. En cambio, siento que hay un efecto en el relato en primera persona capaz de gatillar en los eventuales lectores intensidades similares. Si un grupo de personas nos ponemos a hablar de nuestro primer recuerdo, no estamos celebrando biográficamente que tu primer recuerdo sea exactamente ese, sino compartiendo esa cosa rara de haber olvidado y de recordar parcialmente algo que sabemos que hemos vivido. Es lo que sucede cuando lees un texto autobiográfico: el lector construye su propia autobiografía.
Quien ha sido poeta -Bolaño, Houellebecq- pareciera no dejar de serlo cuando escribe prosa. ¿Te importa distinguir entre ellas?
Como lector, me costaría hacer la distinción. Siento que la poesía está más ligada a lo religioso profano, y la metáfora que más me gusta es la del velador: no obstante mis cambios de casa y de país (y de velador, por supuesto), ahí están siempre Gonzalo Millán, Emily Dickinson, César Vallejo. En términos de la función que cumplen en mi vida, me gusta ponerlos en ese ámbito, el del hábito. Y está también el relato, que disfruto mucho. Pero en este libro, en particular, hubo mucho balbuceo y mucha poesía no resuelta.
Ya habías escrito sobre masculinidad, sobre ser padre y sobre ser hijo. ¿Qué fue distinto ahora?
Esas reflexiones estaban al menos desde La vida privada... (2007) y sobre todo en Mis documentos, que es muy sobre la masculinidad en todos planos. Lo que cambia, por supuesto, es cómo vas a transmitirlo. Esa es la pregunta. Porque la pregunta inversa es muy natural: qué haces con los modelos masculinos que recibiste. Hay una literatura entera, que es casi toda la literatura que heredamos del canon -masculino- clásico, donde prevalece la imagen de la incomunicación entre padre-hombre e hijo-hombre. Es curioso que sea tan dominante, ¿no? Está la idea de que entre los hombres no sabemos comunicarnos, y no es nueva, es súper clásica. Está en textos de la Antigüedad y en cosas que se escriben hoy.
Creo que eso no se ha visto suficientemente, y es fácil entender por qué. En particular para nosotros, que crecimos escuchando Billie Jean -una broma triste, en realidad- mientras nuestras hermanas recibían el mandato de la maternidad, criados por nuestras madres como los reyes de la casa. Todo con un destino de aparente libertad, y todo en el contexto de una dictadura.
Pero eso es muy conceptual, y a mí me interesa el relato: cómo se transmite una idea acerca de la fuerza física o del vínculo con el fútbol. O de la violencia social de la experiencia, como en Literatura infantil [en los capítulos “Garabatos” y “Cogoteros de ojos azules”]. Creo que lo que ahí se formula es algo así como, ok, nos fue transmitido algo con lo que todavía estamos lidiando, estamos todavía tratando de decodificarlo, pero ahora es momento de ver cómo [los hombres] transmitimos algo distinto y en qué medida es posible que eso sea distinto. Pero falta conversación, yo creo.
Transmitir “algo distinto” de lo inapropiado o de lo derechamente violento que heredamos, ¿cómo se aviene con lo que los hombres heredamos y desearíamos transmitir, si no con orgullo, al menos sin culpa?
Esa es la pregunta entera. También hay un espacio de la experiencia humana que está siendo castigado. Es muy importante someterlo todo a discusión, pero sobre todo preferiría la restitución del espacio de la discusión. No siento que eso se haya perdido, aunque estamos en un período caótico, desordenado. El otro día me preguntaban eso en plan cultura de la cancelación, o qué sé yo, y yo decía, perdona, pero la generación literaria anterior a la mía fue censurada: mi generación no solo no fue censurada, sino que se acercó a la literatura justamente porque ahí no había censura. Hay una diferencia doble. No podría yo, que crecí leyendo la literatura del exilio, imaginarme una situación en que alguien decidiera si un texto se publica o no. Un ente dictatorial, digamos. Lo que a mí me interesaba de la literatura era justamente la libertad. Hay un espacio enorme que yo no siento que se haya minado. La literatura sigue y seguirá siendo mi red social favorita. La conversación que permite y que genera es la que de pronto parece intrascendente, por supuesto, porque es muy chiquita.