Roger Waters (79) tarda en aparecer. Los primeros minutos del espectáculo de la gira global This is not a drill proyectan en las pantallas secuencias lúgubres de un mundo en ruinas, un universo distópico de clásica rúbrica floydiana donde un grupo de gente marcha sin rostro, sometida y alienada hacia una sola dirección.

De fondo los parlantes disparan el éxito Comfortably numb, parte de la médula de The wall (1979), símbolo máximo del talento como compositores e instrumentistas del cuarteto británico, pero esta vez en una versión donde Waters canta con tono sombrío y apesadumbrado. De pronto, las pantallas se empiezan a despegar lentamente del escenario y adquieren altura. Como un moscardón amenazante, suena el helicóptero que abre The happiest days of our lives. La tarima queda libre para que ahora sí surja el gran personaje de la noche.

Las pantallas lo muestran de inmediato apuntando al público y clamando desafiante el clásico “You! Yes, you! Stand still, laddie!” con que inicia la misma composición, para que luego se proyecten frases que parecen arrancadas de un sistema totalitario donde sólo queda silenciarse y acatar, como “quédate quieto”, “cierra la puta boca”, “estamos bien señor” o “ellos son el mal”.

En otro clásico de la receta Waters, los estímulos resultan embriagadores. Por lo mismo, no importa que se demore en saltar a escena. Esta noche tanto él como su espectáculo hablarán y mucho, en un festín verborreico de imágenes y discurso que cruza política, represión policial, recuerdos íntimos, Syd Barrett, Palestina, Ucrania y Julian Assange.

No hay puntos medios: el músico desde hace décadas transita entre montajes provocadores, excesivos, controversiales, que intentan funcionar como el reporte del costado más siniestro de nuestra era. La guerra, la injusticia, la desigualdad, el fascismo y la monstruosidad tecnológica.

This is not a drill perpetúa toda esa línea e incluso se atreve a sumar un truco emotivo. Este recorrido es presentado como la eventual gira del adiós del británico. Después, puede que no haya futuro posible. “Podría ser mi último ¡hurra! Mi primera gira de despedida”, aseguró hace unos meses a través de un comunicado.

De hecho, minutos antes del inicio del recital y para subrayar quien es el exclusivo protagonista, las pantallas exhiben sólo dos advertencias para las casi 22 mil personas presentes en el Palacio de los Deportes de Ciudad de México. Una es sensata y atendible: por favor, traten de apagar sus celulares. La otra es desafiante y debatible: quienes no estén de acuerdo con la postura política de Roger, pueden irse al carajo ahora mismo. Él, su mirada acerca del mundo y su adiós serán los ejes inapelables de la velada.

Para que quede aún más claro, el escenario está diseñado en 360°, situado en la mitad del sitio, por lo que la figura del cantante junto a su banda se puede ver con claridad desde cualquier parte del recinto. Sobre la estructura hay ocho pantallas colgantes ensambladas en singular forma de cruz, casi de manera circular, permitiendo que las imágenes, los efectos especiales y los mensajes también se aprecien imponentes desde cualquier rincón.

Eso sí, para su desembarco en Chile del 25 de noviembre en el Estadio Monumental, el formato será distinto. La gira básicamente ha transitado por arenas a través del planeta, pero en Sudamérica hará escala en estadios de fútbol, por lo que el escenario en el centro quedó descartado. A cambio, se levantará en uno de los costados y las pantallas se dispondrán a lo largo, para que los espectadores puedan ver todo de frente, tal como ha sucedido en sus otras visitas. Serán entre 300 a 400 metros de pantalla.

Pero en lo sustancial, la performance será la misma.

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Tras el bombardeo sensorial de The happiest days of our lives, se suceden la parte 2 y 3 de Another brick in the wall, cantadas con el ímpetu urgente de sus versiones originales. Es una partida sin respiros ni tregua. Es Pink Floyd versión Waters en su dimensión más categórica.

Quizás por lo mismo, luego viene el remanso. Aunque sólo hasta cierto punto: The powers that be -del conceptual Radio K.A.O.S. (1987)- inaugura un largo pasaje donde pasa registro a parte de su material en solitario. En este caso, la canción musicaliza los nombres en las pantallas de diversas víctimas de la represión policial en el mundo, como George Floyd -afroamericano asesinado por la policía de Mineápolis durante un arresto en 2020- y Mahsa Amini -mujer iraní arrestada y torturada por la policía religiosa islámica en 2022 por no usar su hiyab correctamente-. En todos los casos, se les atribuye en un texto el “crimen” que cometieron: “ser negro” o “ser mujer” se lee como justificación.

A los poderes fácticos/ le gustan los juegos difíciles/ Si los ves/ es mejor que corras a casa”, es parte de la letra del tema.

The bravery of being out of range -single del álbum Amused to death (1992)- va contra enemigos aún más reconocibles y exhibe en las pantallas los rostros de todos los presidentes de Estados Unidos desde Ronald Reagan con el enunciado “Criminal de guerra”. Uno a uno se van sucediendo los mandatarios con sus respectivos “cargos”: en el caso de Reagan, la muerte de 30 mil personas en Guatemala. A Barack Obama lo culpa de usar drones en la milicia, mientras que con Donald Trump consigna que las muertes causadas por esos mismos drones se han multiplicado. La lista finaliza con Joe Biden y la frase socarrona “acaba de empezar”.

Todo con Waters sentado al piano y despachando una vocalización serena y ensoñada que se contrapone al trato sin misericordia contra los inquilinos de la Casa Blanca. “Malditos locos”, cierran las pantallas. Por si quedaban algunas dudas. Pocos compositores se han obsesionado tanto con el siglo XX como nido de los males que hoy azotan la sociedad. En sus discos y en sus conciertos, las guerras mundiales durante años ocuparon un sitial de inspiración, quizás todo azuzado por sus heridas privadas: mientras su abuelo falleció en la Primera Guerra Mundial, su padre sucumbió en la Segunda.

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Pero basta de política. Al menos por un momento. El show retoma ahora con un viaje hacia la historia profunda de Pink Floyd: Have a cigar, ese tema de 1975 agitado por teclados relucientes y que aborda las avaricias de la industria de la música, es la llave que abre una suerte de tributo a la banda en su época que va desde su irrupción en la segunda parte de los 60 hasta su estrellato hacia mediados de la década siguiente. Las pantallas amplifican los videos que grabaron con Syd Barrett en los comienzos, hitos como el majestuoso concierto en Pompeya de 1972, los días de búsqueda y exploración de The dark side of the moon y los grandes shows con que amasaron toneladas de dólares en ese mercado precisamente usurero y tacaño que criticaron en el tema.

La interpretación menos urgente y más evocativa de Wish you were here corta boleto para aún más atrás y en las pantallas se puede leer la historia de aquella vez cuando Waters y Barrett -aún siendo desconocidos- fueron al barrio londinense de Kilburn a ver a The Rolling Stones. “Nos fuimos después a nuestra casa en Cambridge y ya lo teníamos absolutamente claro”, dice el texto en primera persona. Luego completa: “Hicimos un acuerdo de que cuando estuviéramos en la universidad en Londres comenzaríamos una banda… el resto es historia”.

El relato remata con un par de líneas en que el cantante admite que perder a Syd fue “perder a alguien que amas”. Así como Waters nunca ha olvidado los traumas de la guerra, jamás en sus shows ha abandonado el recuerdo de su amistad formativa con el fallecido músico. Shine on you crazy diamond, interpretada inmediatamente después y consagrada en 1975 a Barrett, es otra muestra más.

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Sheep -parte de otro capítulo floydiano, el fundamental Animals (1977)- obsequia otra cima de la performance: los dotes instrumentales de la banda que secunda a Waters. Con una estructura que empieza a crecer hasta culminar en una suerte de carrera cruzada por zarpazos de guitarra, bajos gruesos y efectos sintéticos siniestros y desolados, el tema es ideal para el lucimiento de los guitarristas Jonathan Wilson, Dave Kilminster y Jon Carin, quienes sobre el final parecen librar una batalla a alta velocidad con el bajista Gus Seyffert y el tecladista Robert Walter. Una verdadera delicia de ejecución, virtuosismo, diálogo y precisión.

El tándem mantiene la estatura durante todo el desarrollo del espectáculo y es fundamental para comprender la vitalidad y el carácter del show. Waters luce por momentos una voz áspera, seca y algo mermada, pero sin declarar fisuras definitivas, lo natural ante la marcha inexorable del calendario. Como corolario, otro emblema de la imaginería Floyd sobre el cierre de Sheep: una oveja gigante comienza a volar sobre el público, símbolo de ese disco que fantaseó con las sociedades humanas reconfiguradas como grupos de animales, a la usanza de George Orwell.

La siguiente composición, In the flesh, también obliga a mirar hacia los aires. Otro invitado conocido: un cerdo pintarrajeado con frases de furia y protesta se eleva sobre el sitio, mientras el artista cambia de vestuario y aparece de abrigo largo bajo aspecto Führer y brazalete rojo con martillos cruzados, tal como dicta el diseño nazi. Comienza, claro está, un pequeño set consagrado a The wall, esa pieza legendaria donde el mundo es retratado como un sistema en descomposición.

Pero también hay espacio para tiempos más recientes. Antes de Déjà Vu, parte de su disco solista Is this the life we really want? (2017), se emite un video de 2007 bautizado como “asesinato colateral”, donde helicópteros del ejército estadounidense asesinaron en Bagdad a 12 civiles, incluyendo dos colaboradores de la agencia de noticias Reuters, argumentando que portaban armas. El registro fue conocido por el mundo gracias a la soldado Chelsea Manning, quien se lo entregó a WikiLeaks. En las pantallas aparece su nombre, como también se pide libertad para el fundador del sitio web, Julian Assange.

Sobre el cierre del track, hay un llamado a respetar todos los derechos posibles, en un largo listado que incluye a los refugiados, los palestinos, los yemeníes, los indígenas, los trans y los derechos reproductivos. Y, en general, de todos los humanos, para que nadie se sienta al margen.

Pero mucho antes que los lemas y los eslóganes, Waters al frente de Pink Floyd ofreció en los 70 una experiencia sónica y visual única, inflamada de perfeccionismo y espectacularidad. Nadie por esos días conseguía envolver a las audiencias en esa travesía irrepetible.

Ese espíritu reflota sobre la última parte del recital, consagrada, cómo no, a los mejores pasajes de The dark side of the moon, el álbum que como pocos puso a la tecnología al servicio de la inventiva artística. Money, Us and them, Any colour you like, Brain damage y Eclipse son interpretadas con destreza y solidez, mientras en las pantallas las luces adquieren forma triangular y proyectan la clásica imagen del prisma con los colores del arcoíris inmortalizado en la portada del Lado oscuro de la luna. Un trozo de historia.

¿Todo termina ahí? Waters, incluso en el atardecer de su existencia, parece sorprender y dejar en jaque a quienes tiene al frente. En el epílogo, decide frenar la euforia, bajar los decibeles y, en vez de decir adiós entre el rugido, opta por bajar la cortina con las crepusculares Two suns in the sunset -del siempre difícil The final cut (1983)- y Outside the wall. Lo hace ataviado con la camiseta de la selección mexicana y descorchando un mezcal para brindar por todo su equipo.

Para timbrar más intimidad, su conjunto baja del escenario y se retira caminando por uno de los costados, encabezados por el gran jefe. Es un final sosegado y sin vítores desmedidos. La grandilocuencia de hace algunos minutos se ha descascarado en hombres corrientes y desprovistos de toda magnificencia. Es quizás la lógica del hasta siempre que busca la gira: Waters en esos minutos deja de ser una superestrella para convertirse tan sólo en uno más.

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