Columna de Camila Gutiérrez: Fito Páez; "creo que aún tal vez piensas en mi"
"Y llegó la serie de Netflix. Me cuesta decir si es buena o mala -demasiado compromiso afectivo- pero me abrió una lectura de su discografía que antes no supe ver con consistencia. Salvo las excepciones de Ciudad de pobres corazones, luego del asesinato de las tías, donde (casi) todo se juega en la destrucción del aquí y ahora, Fito Páez insiste en despedidas que son homenajes o en pasados que se abren hacia el presente y la permanencia; y no solo al anquilosamiento de una canción de graduación".
Existe una patria bien particular llamada Canciones de Ceremonias de Graduación, en la que ondea una bandera con la cara de Diego Torres o Los enanitos verdes acompañados de sus himnos respectivos: Color Esperanza, Tratar de estar mejor, Un amigo es uuuna luuuz; y aunque hay quienes no están en la bandera, sí se han constituido en himnos obligatorios -We are the champions, En marcha estoy, El baile de los que sobran, Lucha de gigantes o Al final de este viaje- según el optimismo, pragmatismo, afán destructivo o tontera de los alumnos.
En mi colegio sonó una de los Enanitos Verdes, creo. No la del amigo-luz. Era una que decía algo así como “Eterna soledaaaad/el tiempo danza en la madrugadaaa”, luego de triunfar en una votación en la que una de las concursantes era Brillante sobre el mic, de Fito Páez. No sé si la derrota me produjo tedio, odio radical hacia mis compañeros, o una aceptación pacífica. Sí sé que había algo incómodo. La patria Canciones de Ceremonias de Graduación existía una vez al año así que Brillante sobre el mic se olvidaba por once meses hasta diciembre. Puede que esté exagerando. También puede que esté sonando petulante (¿por qué el género de canciones de graduación sería menos válido que otros?), pero todo en regla: este texto está cruzado por mi petulancia. Vuelvo a lo anterior. En líneas gruesas, Brillante sobre el mic es una canción de despedida ( “recuerdos que no voy a borrar/personas que no voy a olvidar”), pero tal vez era Fito Páez quien estaba siendo despedido de eso que él mismo había creado.
Perdón que insista tanto en una sola canción, ya casi la dejo. Brillante sobre el mic es la penúltima canción del disco de El Amor después del amor (1992), el más vendido de la historia de Argentina, con más de un millón de copias. En Rompan Todo, el documental sobre Rock Latino producido por Gustavo Santaolalla, más conocido como el documental del Rock según Santaolalla (nota al pie: hizo la música de The Last Of Us); aparece Fito Páez lleno de felicidad o delirio o confianza o videncia, diciendo a cámara, mientras toma desayuno:
“Creo que va a ser una bomba atómica
Y se va a llamar El amor después del amor”.
Lo fue. No solo por ser el disco más vendido, que no es poco: C Tangana dice que hacer plata es un arte, sino que también es un disco perfecto que difumina los límites del rock hacia el pop o el folklore; invitando a cantar a los protagonistas de los días de esa Argentina (Spinetta, Calamaro, Charly García, Fabiana Cantilo, Celeste Carballo o Mercedes Sosa), volviéndose tan (ay, odio esta palabra) entrañable que cuando se cumplían diez, veinte, treinta años del disco, Fito Páez hacía una gira de homenaje a lo que fue y a lo que fuimos.
A lo que fue.
Estar a la altura de uno mismo, asunto imposible.
Me costó identificar el descenso de Fito Páez -tenía seis años cuando salió El Amor después del amor- pero fui recogiendo ciertas cosas: lo añejo de una canción de ceremonia de graduación, su fracaso al dirigir una película, la voz cada vez más exagerada en los agudos que hacía que la gente se burlara -por ejemplo Kramer- imitándolo en el Festival de Viña aleteando como mariposa de aquí para allá, y luego sentándose en el piano para tocar tan exagerado como esa voz. Y lo peor, lo más la contundente, era que seguía haciendo discos premiados por los Grammys pero no reconocidos como buenos discos por los fans de siempre. Y más. Mientras Charly García se destruía al tiempo que sacaba discos bien ahí nomás, Fito Páez, que había tenido una vida espectacularmente horrorosa condensada un par de años en los que se sucedieron:
-la muerte de su padre
-el asesinato de las mujeres que lo criaron: su tía, tía abuela y la empleada embarazada de la casa
-y ser culpado durante un buen rato de esas muertes.
De pronto, años dos miles, tenía la desfachatez de parecer demasiado feliz.
Ya no estaba escuálido y tenía una canción para su hijo que repetía en el coro una y otra vez “Reeeey sol, reeeey sol, reeeeey sol ¡rey sol!”
Quizás ni estaba feliz, cómo saberlo, pero lo parecía, y la felicidad acompañada de descenso artístico siempre resulta imperdonable; bien distinto al descenso del cantante maldito que, si no se da el lujo de tener una sobrevida muy larga, logra que a ese descenso se le considere parte de su obra.
Se había roto el encanto, no hay otra forma de decirlo.
Y con esa ruptura, vino una vergüenza similar a la que siente un alumno de literatura por haber adorado a Benedetti o a Sábato o a Cortázar en el colegio.
Yo misma, mal agradecida, empezaba a trazar una nueva historia fundacional en la que mi primerísimo amor era Serú Girán y Fito Páez era un tipo aledaño por ahí, cuando en verdad mi impacto original fue Detrás del muro de los lamentos (también de El Amor después del amor) y mi primer concierto fue para la gira de presentación del disco Abre, y mis primeras nostalgias o dolores de una pena que nunca había sentido estaban forjadas por Cable a tierra o Dame un talismán.
Sola, jugaba a ponerme en escenarios difíciles: “¿Prefieres llevarte a una isla la discografía de Fito Páez de los años ochenta y noventa o toda la discografía de Spinetta?” Sincera en soledad, sabía que la de Fito Páez. Y hasta inventaba peleas con nadie, en las que declaraba que la precisión de una letra como Sable Chino o el desenlace progresivo de Dos días en la vida le volaba el hoyo -perdón la ordinariez- a esas letras tan vaporosas de Spinetta, tan dadá, por ejemplo Por, en la que tira una sarta de palabras bien corriente de la conciencia, y me enojaba sola mientras en la vida de las conversaciones en serio, decía nada sobre Fito Páez. No entraba siquiera en la mentirosa categoría del placer culpable, donde cada quien imposta una vergüenza que no siente. “Ay, sí, me gusta Emmanuel”, dice el falso culpable para que le digan que Emmanuel es maravilloso y que por qué no cantamos ahora mismo Chica de humo. Fito Páez era vergüenza en serio. El recuerdo que no se nombraba ni como recuerdo.
Llegó el año 2023, Viña del Mar. Revisando Instagram, vi que Ricardo Martínez, lingüista, experto en música y autor de Clásicos AM, respondía en una story a la pregunta de lo que más esperaba en Viña. “Fito Páez,” dijo, y yo quedé con el corazón vibrando.
Ése al que todos habíamos amado tal vez podía ser amable de nuevo. No es que sólo confíe en Martínez (aunque lo hago). Más bien comenzaba a cristalizar una intuición que no sabía nombrar. La generación avergonzada ya estaba demasiado adulta para seguir negando el amor. La generación que consignaba a Fito Páez como caricatura, tal vez por culpa de la generación avergonzada, no sentía nada. La generación que seguía a la de la caricatura, se volcaba al placer de la música bien hecha, tal vez la música de sus padres -pero no sólo a El Amor después del amor-, sino también a otras canciones, otros discos. Track Track (Ciudad de pobres corazones, 1987) recién cantada por Ca7riel y Fito Páez. Yo vengo a ofrecer mi corazón (Giros, 1985) con Nathy Peluso y, yendo algo más atrás, la clara influencia de Fito Páez en Luca Bocci (que en funa descanse); además de lanzar una frase fuera de la ética del rockero antiguo, que negaba lo nuevo. Fito Páez, en cambio, dijo que los artistas urbanos y los de antes eran parte de la misma familia que luchaba por un espacio en el mundo.
Y llegó la serie de Netflix. Me cuesta decir si es buena o mala -demasiado compromiso afectivo- pero me abrió una lectura de su discografía que antes no supe ver con consistencia. Salvo las excepciones de Ciudad de pobres corazones, luego del asesinato de las tías, donde (casi) todo se juega en la destrucción del aquí y ahora, Fito Páez insiste en despedidas que son homenajes o en pasados que se abren hacia el presente y la permanencia; y no solo al anquilosamiento de una canción de graduación. Es un asunto de necesidad, de sobrevivencia. Su madre y su padre muerto se encuentran en Parte del Aire. Fabiana Cantilo, su ex, permanece en Fue amor; él mismo busca vivir en Creo (Creo que aún tal vez piensas en mí), su ciudad permanece en Normal 1, en Tema de Piluso y en Mariposa Tecknicolor. Y tal vez quién permanezca en Las cosas tienen movimiento, donde dice:
Y es que siempre estarás
Siempre estarás
En mí
Debiera cerrar con los siempre lateros, pero decidores números. La serie de Fito Páez (una excusa para decir lo que ya quería decir) es la más vista de Netflix en Argentina. Desde que se estrenó, las escuchas en Spotify pasaron de 800 mil a más 2 millones.
Hay cosas más lateras que los números, claro, como cerrar con un final circular, pero es que lo encuentro preciso y precioso: Nicki Nicole -22 años-, una de las cantantes argentinas más escuchadas de Spotify y casi tan indefinible como Rosalía (¿es pop? ¿es trap? ¿qué es?), en Plegarias, una canción de sufrimiento y renuncia para un ex adicto al que no supo ni pudo ayudar, termina con la frase con la que comienza Brillante sobre el Mic: “Hay recuerdos que no voy a borrar/Personas que no voy a olvidar”, en un compás en el que el pasado siempre es hoy.
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