Como “coreomanía” o “plaga del baile” se conoció en Europa hacia seis y siete siglos atrás un extraño fenómeno que, como en un golpe de histeria colectiva, contagiaba de la necesidad de mover el cuerpo a cientos de personas en simultáneo, hasta hacerlas caer de cansancio o heridas físicas. Hay documentación sobre el brote de una “epidemia de baile” que dejó a varias personas muertas en 1518, y que los investigadores atribuyen a un peculiar caso de desenfreno causado por cuadros de fiebre muy alta posteriores a un período de hambruna.
En sus curiosidades y en sus convenciones, estudiar la historia de los cuerpos en sacudida es siempre fascinante, y además entrega pistas elocuentes sobre dinámicas sociales que escapan a la razón y el cálculo.
Recomendables libros recientes como La historia secreta del disco (Peter Shapiro), Anoche un DJ me salvó la vida (F. Broughton y B. Brewster), Dance usted (Luis Costa) y Good Booty (Anne Powers) consiguen cruzar baile, sociedad y certera reflexión sobre cultura y comunidades urbanas (cabe sumar la “historia oral” de la Blondie articulada hace un tiempo por Rodrigo Fluxá: Gente común), aunque pensar sobre el baile es una esencial paradoja: bailamos precisamente para dejar al juicio un rato en pausa, confiados en que la mecánica del cuerpo haga lo suyo en lo que sea queramos sacarnos de encima.
Ragtime, swing, twist, rocanrol, salsa, northern soul, breakdance, raves, perreo: marcas de época que irrumpieron sin pedir permiso ni articular un discurso asociado, pero sin las cuales el análisis de su entorno quedaría (literalmente) cojo.
Ahora que Kraftwerk está por volver a Chile (25 de mayo, Movistar Arena), justo al medio del debate internacional sobre los alcances de la Inteligencia Artificial, cobra nuevo sentido una antigua frase de Florian Schneider sobre el grupo: “Estamos más allá del sentimiento individual. Somos como vehículos; hombres-máquina: a veces tocamos la música y a veces la música nos toca a nosotros”.
También el baile sigue hoy su curso, emancipado de decisiones humanas. En la prensa extranjera son cada vez más frecuentes las notas sobre la (supuesta) inminente extinción de las discotecas, y lo del reemplazo de DJs por algoritmos bien diseñados es ya un hecho: en marzo pasado, se organizó en Londres la primera rave comandada por IA. En la cabina, un simple teléfono activado con Mubert generaba remezclas de pistas pregrabadas a las que los asistentes iban dándoles likes.
Una fiesta algo despersonalizada, sí, pero que cualquier avatar programado con actitud de pinchadiscos no tardará en remediar. “Bailemos el último baile”, invitaba en 1978 Donna Summer, cuyo documental biográfico se estrena este mes en HBO. A la diva mayor de la música disco podrá quizás surgirle competencia virtual en su dominio histórico sobre la pista, pero no tiene por qué temer: ni la más precisa de las app podrá jamás imitar sus gemidos.