Gustavo Cerati nunca fue un gran fanático del fútbol. Y de vuelta, el fútbol tampoco nunca mostró demasiada reverencia por Cerati: las hinchadas jamás adoptaron a Soda Stereo como parte de su credo del grito, el cántico y el tablón, a diferencia de lo sucedido con otros héroes del cancionero argentino, como Los Redonditos de Ricota, Bersuit Vergarabat, Los Auténticos Decadentes, Attaque 77 o el mismo Fito Páez.
No se reportan grandes manifestaciones de pasión del hombre de Nada personal hacia algún grande del balompié de su país, más allá de gritar en 1995, durante un show en la ciudad de La Plata, “¡Vamos Racing!”, lo se tomó en su momento como un evidente fanatismo por uno de los clubes de Avellaneda.
Eso sí, el músico no escapó desde su era de mayor fama a uno de los fenómenos que más vincularon a las guitarras con las canchas: la llamada “futbolización” del rock argentino, aquella instancia donde la prensa enfrentó a los grandes de la música como si se tratara de un afiebrado Boca-River, mientras algunos de sus fanáticos se comportaban como verdaderos barrabravas vociferando contra el cantante de la banda contraria.
En pleno años 80, o te gustaba Sumo o Soda Stereo. Después, cuando en 1987 falleció Luca Prodán, la posta del enfrentamiento la tomaron otros: o te gustaban Los Redonditos de Ricota o Soda Stereo. Más en lo puntual, o te identificabas con el misticismo filosófico del Indio Solari o con el estilo de ropaje cool y vanguardista de Cerati.
En los shows de Sumo o de los Redondos, eran naturales los cánticos que le deseaban la “muerte” a Cerati. En contrapunto, en los conciertos de Soda la pólvora era menos letal: simplemente se les restregaba a la distancia que ellos acumulaban mucha más gente y eran más populares. “¡Olé olé, olé olé, es para el Indio que lo mira por TV!”, era la cancioncita más común para mostrarle los dientes a la misa ricotera.
Parecía también una cuestión social y de clases. Según el libro Historias de fútbol y rock: tócala de nuevo, del periodista Juan Manuel D’angelo, el fin de la dictadura trasandina en 1983 y el arribo de la primavera democrática encarnada por Raúl Alfonsín dividió a la escena musical entre aquellos que creían que había llegado el minuto de la fiesta y el desmadre frívolo después de días grises –Soda Stereo, Virus, Los Twist-, y otros que sentían que el rock debía seguir subordinado a un discurso consciente, crítico y frontal –ahí estaban desde Sumo hasta Los Redondos-. Puntos casi irreconciliables. El mainstream más pop, festivalero y televisivo colisionando con el underground intelectual, antisistémico y consecuente.
El periodista Bruno Larocca lo ilustra así en el mismo texto: “El público que seguía a Soda y Los Redondos cantaba en contra del otro porque sentía que el progreso de su banda era también un progreso propio. Para ese público que los empezó a seguir desde que tocaban en los primeros bares, llegar a Obras era también un premio para ellos mismos por haber bancado siempre y haberlos seguido desde cuando tocaban en boliches para no más de 30 personas”.
Ya está dicho: los fanáticos de la música comportados como furiosos del tablón.
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Los involucrados, en algunas oportunidades, echaron algo de leña al fuego. En 2016, el bajista de Soda Stereo, Zeta Bosio, se refirió a la rivalidad y, si bien aseguró que “se armó más entre la gente”, no le tembló el pulso para opinar sobre su supuesto clásico: “Me parece que la música de los comienzos de los Redondos no es evolucionada, sino más bien un rock básico”.
Cerati siempre fue más medido. Sentía que la supuesta enemistad entre Soda y Los Redondos era un nido estallado desde los medios y que entre ellos nunca existió encono: “Soda versus Los Redondos o versus Sumo son el tipo de dicotomías que el argentino necesita para echarse a andar. Con Sumo todavía, porque salimos del mismo lugar: nosotros en busca de la canción perfecta y ellos en busca de la canción más imperfecta posible. Pero con Los Redondos, no la entiendo. Nunca entendí que, mientras yo tocaba en vivo, algunos cantaran contra el Indio. Es cierto que en una canción de Los Redondos el Indio habla de nosotros trepando antenas. A lo mejor le jodió que cantáramos La Cúpula, pero yo siempre fui un tipo muy esdrújulo y también es cierto que nosotros estábamos ahí arriba. Podíamos hablar de lo que se veía. Eso nunca fue grave. El problema fue que se volvió político”.
“Algunos absurdos hasta leían una rivalidad entre dos Argentinas. Yo no me lo tomé muy a pecho hasta que me di cuenta de que estaban pidiendo por mi muerte. ¿Por qué? ¿Porque se murió Luca y yo no? Como decía Luca: Fuck off. Si uno vende esa cantidad de discos, los que los compran no pueden ser todos chetos o extranjerizantes. Ya todo me resulta cansador. Definitivamente, la razón por la que yo hago música poco tiene que ver con ser antagónico a algo o a alguien”, dijo a mediados de los 90 Cerati.
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Cuando las aguas se calmaron y los hombres se hicieron más adultos, cuando Soda entró en pausa en 1997 y los Redondos ya se consolidaban como una imparable fuerza volcánica, como un culto propio infranqueable a cualquier fuerza exógena, el panorama fue otro. Aunque ni tanto: la “futbolización” del rock argentino se empezó a diversificar en agrupaciones que en cierto punto parecían crías del Indio Solari y que levantaban un indisimulado orgullo barrial, arrabalero y rockero. Todo apoyado por hordas de fans sumidos en la cultura del “aguante”, aquel existencialismo de vereda donde todo vale y se debe apoyar a tu banda favorita mediante lienzos, banderas, bengalas y lo que sea.
Una fe de entrega ciega y absoluta. Una dinámica donde la audiencia es tan protagonista como quienes están sobre el escenario. La Renga, Jovenes Pordioseros, Los Piojos o Los Gardelitos, entre muchos otros, ingresaron alguna vez a ese casillero.
La cima más dramática de esa manifestación llegó el 30 de diciembre de 2004, cuando una bengala en un recital de la banda Callejeros –íconos del movimiento del rock barrial- provocó un incendio en el establecimiento República de Cromañón, lo que dejó una tragedia de 194 muertos. “Los medios de comunicación no dudaron en señalar que la futbolización del rock era la principal culpable”, establece el libro Historias de fútbol y rock.
Cerati, como un actor de relevancia del circuito musical de su país, no se mantuvo al margen de la discusión. Pese a no guardar relación con casi ninguno de los vértices del “rock barrial”, los medios consultaban su opinión y sus reflexiones en entrevistas. Incluso había un detalle: en 2003, en plena eclosión del rock de acento futbolero, las paredes de algunos barrios de la ciudad de Buenos Aires amanecieron con un rayado oprobioso contra él: “Viejo choto”.
Unos días después aparecía otro grafiti con el mismo veneno, pero que invertía su legendaria frase del adiós “¡Gracias, totales!”: esta vez se podía leer “¡Papadas totales!”. Para los medios de su país, la lectura era esta: para muchos, el autor de Persiana americana se había consolidado en su era solista como la encarnación de un creador estancado, burgués y acomodado, y que tenía poco que decirles a las nuevas generaciones que bebían de otro palo.
Quizás como consecuencia de todo aquello, el músico fue uno de los que más levantó la voz para criticar la “futbolización” de la que ya era víctima la escena de su país: “Venimos jugando con esos niveles de inconsciencia desde hace muchos años. Incitar a que la gente lleve bengalas o tres tiros es una pelotudez muy grande. Esas cosas se transformaron en el símbolo del rock y eso es porque también el público quería ser protagonista. Considero un error que el público adopte a veces una actitud participativa tan fuerte, porque, en algún punto, termina pareciendo que el público es el show. A mí nunca me gustó mucho eso”, dice en el libro Historias de rock y fútbol.
En una entrevista publicada en el libro Cerati: Conversaciones íntimas, de Gustavo Bobe, también despachaba dardos hacia el rock barrial: “Pienso que también es un negocio y que aquellos que dicen que no es un negocio y que lo hacen por amor al barrio, están mintiéndole a la gente… ¡Hablar del amor al barrio es un re negocio y por eso lo hacen! Digo: tocás en un lugar de mierda, todo mal, donde no hay ni ventilación, la gente chupa como loca, ponés a dos mangos la bebiba, vendés un montón y vamo’ y vamo’… ¡Esa es la verdad loco! ¡Sáquense la careta!”.
Luego siguió: “Entonces, yo no es que me opongo, pero quedo como alguien opuesto a esa hipocresía porque digo lo que pienso. Y lo mejor de todo es que hay un montón de gente que piensa igual a mí. Yo no estoy en contra ni del rock barrial ni de nada. Por ejemplo… ¡Ya estoy harto de que me pregunten por Los Redonditos de Ricota! Nunca los tuve ni los voy a tener. Encima, ponen en mí una cuestión futbolera cuando, en realidad, ni me gusta el fútbol”.
Con esa sentencia, Gustavo Cerati parecía cerrar ese círculo que desde sus orígenes lo aprisionó en un cara a cara futbolero que nunca buscó demasiado.
Más bien, tras su muerte el 4 de septiembre de 2014, su supuesto mayor antagonista, el Indio Solari, pareció hacer las paces y cerrar para siempre el enfrentamiento. Boca-River podía seguir. Ellos, no.
“Gustavo, ahora sí vas a poder evitar el cansancio de huir de la muerte”, comenzaba el mensaje de Solari en una carta que escribió en su blog ese día.
“Todo este tiempo dormido fue necesario, quizá, para enseñarte a morir consolando a tus queridos. Los verdaderos artistas, estoy convencido, conocen la muerte antes de morir. No se dejan llevar ni un minuto antes ni uno después de reconciliarse con la vida. Dicen por allí que al morir nos es dado conocer el secreto de la música en nuestro primer llanto al nacer”.
“En cuanto a lo que me toca, me has hecho disfrutar de tu dulce voz y de tus espléndidos juegos con las guitarras. Tu etapa solista fue sólida y aventurera y es lo que más me gusta de lo que nos has dejado”.