Fue la cesantía lo que empujó al poeta y librero Sergio Parra a emprender una aventura que partía desde cero. En 2003, trabajaba en el proyecto editorial de la Universidad ARCIS, sin embargo, la casa de estudios quebró y cerró. “Quedé cesante a los 40 años”, comenta a Culto, mientras enrola un cigarrillo. Poco antes, había conocido a Paula Barría, y decidió ir a visitarla una vez que se encontró sin un panorama claro.
“Empezamos a conversar, y me preguntó qué iba a hacer. Yo le dije que pensaba volver a trabajar en librerías. Tenía experiencia, había trabajado de vendedor en Cuarto Propio, LOM, y en la Feria Chilena del Libro, en un local de Agustinas, que ya no existe. Y Paula me dijo ¿Por qué no abres una librería?, ¿cuánto saldrá hacerlo?”.
Sin ninguna idea de cuánto costaría la aventura, Parra se mostró dispuesto a hacerlo, y Barría, a apoyarlo como socia. Así, comenzaron a rastrear algún local disponible. Dos semanas después, sin buscarlo, dieron con el lugar perfecto. “Con un grupo de amigos, que incluía a Paula y a Pedro Lemebel, veníamos de un evento en Lastarria, íbamos al restorán chino que está en Monjitas. En ese tiempo, se estaba construyendo el estacionamiento subterráneo de José Miguel de la Barra. Y ahí lo vi”.
Entre montones de tierra, una densa polvareda, hoyos, fierros y sacos de cemento, Parra pudo distinguir el letrero “Se arrienda” del local ubicado en el 460 de la mencionada calle. Él, como vecino del barrio Bellas Artes, pensó que ese era el sitio perfecto. Le quedaba cerca de su casa y estaba en un bullente barrio cultural. Anotó el dato de la corredora y se lo pasó a Paula Barría.
“A la semana siguiente, la Paula me llama. Me dice que está súper bueno el precio, y que lo va a arrendar para hacer la librería -cuenta Parra-. Me preguntó en cuánto tiempo se puede armar una librería. Le dije que no sabía”. A la aventura se sumó el esposo de Barría, el arquitecto Jorge Lobiano, quien se encargaría del diseño. Al poco tiempo, llegaron a ver el sitio. “Estaba impecable, no había mucho que hacer. Antes estaba la tienda Rubinstein, que era de ropa de lujo”.
Así comenzó su historia la librería Metales Pesados, en el corazón del barrio Bellas Artes. Hoy, ha comenzado la conmemoración de sus 20 años de existencia con una polera homenaje que incluye fotos de sus “colaboradores fallecidos desde su inicio a la fecha”. Es decir, la gente que puso su granito de arena para empujar el carro de la historia. Ahí, pasan nombres como Gonzalo Millán (el poeta favorito de Sergio Parra), Ricardo Piglia, Lotty Rosenfeld, Stella Díaz Varín, y por supuesto, Pedro Lemebel. “Hubiéramos incluido también a Jorge Edwards -comenta Parra- pero la polera ya estaba hecha cuando él falleció”.
Para demostrar que la idea iba en serio y con todo, Barría y Parra pensaron inaugurar la librería el 11 de septiembre, cuando se cumplían 30 años del golpe militar. “Incluso, empezamos a vender libros antes de que abriera oficialmente. Como funcionábamos a media cortina porque estábamos acomodando, la gente se empezó a meter por debajo. Hubo buena disposición de las editoriales de pasarnos libros en consignación”.
Faltaba el nombre. ¿Cuál era un nombre perfecto? Parra rememora que eso se decidió en una noche de juerga con amigos en el Bar Insomnio, de Bellavista. “Yo les dije que el que le achuntaba con el nombre a la librería, se llevaba un Jack Daniels, pero al final empezamos a tomarnos el Whisky. A medida que nos íbamos emborrachando salieron muchos nombres. Pasamos por películas, libros, lo que se nos fuera ocurriendo”.
La historia pudo ser diferente, y la librería que conocemos casi termina llamándose de otra forma. “El nombre que estuvo muy cerca de quedar era Salón de Belleza Libros, por la novela de Mario Bellatin. Convencía y no convencía. A Pedro Lemebel no le gustaba. Tampoco le quería poner el nombre de uno de los libros de Pedro, probablemente lo deseaba. De perlas y cicatrices hubiera sido un bonito nombre para una librería”.
Y de repente, un detalle hizo que Parra diera con la clave. “Le pregunté a Jorge (Lobiano) cómo iba a ser el diseño de la librería. ‘Toda metálica’, me dice. Eran las 3 de la mañana, y llamé al poeta Yanko González a Barcelona. Borracho. Le dije: ‘Yanko, ¿me autorizarías a ponerle el nombre de tu libro a una librería que estamos armando?’ ‘Por supuesto’, me dijo. Y ahí lo anuncié: la librería se llama Metales Pesados”.
Desde ahí, ya estaba lista para operar. Pese a la idea inicial, los avatares del destino quisieron otra cosa y finalmente inauguraron el 23 de septiembre de 2003, funcionando de lunes a domingo (hoy es hasta sábado). Con el pasar de los meses, Parra notó que el barrio fue tomando otra fisonomía. “Aparecieron más cafés, tiendas. Al lado nuestro había una lavandería, ya no está. Las tiendas de anticuarios se fueron. Empezaron a llegar boutiques, panaderías, cafeterías, bares. Ahí se armó el Barrio Lastarria. Eso duró hasta el estallido”.
Con el tiempo, y el famoso boca a boca entre los clientes, Metales Pesados comenzó a hacerse un nombre como uno de los puntos obligados de visita en el eje Lastarria-Bellas Artes. Un par de claves fueron dándole un sello y una personalidad a la librería. “El nombre Metales Pesados da una dirección a lo que queríamos hacer como librería. Que tuviera curatoría de temáticas que me gustaban y que no encontraba en otros lados. Novelas, ensayos, poesía, artes visuales, filosofía, novedades. El apostar por autores que recién están apareciendo y que después se hacen más conocidos. También empezamos a traer exportaciones de editoriales argentinas, españolas, colombianas, mexicanas”.
Otro sello es la relación con el cliente. Es decir, la recomendación. “Yo sabía que si recomendaba un mal libro ese cliente no va a volver, porque a la gente le cuesta leer y eso pasa porque no enganchan con un libro. Cuando uno se mete en la lectura es porque enganchas con un libro, y ese lleva a otro, y otro. No te das cuenta y te transformas en un lector. Todo depende de qué libro te llegue en ese momento”.
“Lo importante es ser honesto -añade-. A la gente que trabaja conmigo les digo que si un cliente les pregunta qué les parece este libro y no lo has leído, dilo inmediatamente. Ahí puedo entrar yo y hacer un comentario. Pero más que nada, a las personas no se les acosa. Con los años, uno percibe cuando alguien quiere una ayuda. Te miran, empiezan a mirar los libros, toman uno, toman otro. Empiezan a pensar cuál llevar y ahí uno se le acerca y pregunta si quiere que lo ayude. Ahí uno va guiando, y la persona puede ir por uno y puede salir con seis”.
¿Lo mejor y lo peor de ser librero?
Lo mejor es que es mi profesión. Poder tratar con muchos tipos de personalidades, gente brillante, profesores, académicos, señoras, mujeres. Lo peor es que no puedes leer en la librería. Normalmente cuando uno va a leer un libro, ingresa gente. Esa idea de que ‘Ah, voy a trabajar en una librería porque me gusta leer y así voy a pasar leyendo’, eso no existe. Porque uno cuando lee se concentra, y si te pones a leer, levantas la vista y hay 10 personas adentro de la librería.
Gente famosa
A los cinco años de abrir, Metales Pesados ya se había hecho un nombre en Chile e incluso en el extranjero. Prueba de ello son las visitas ilustres que comenzó a recibir, como Paul Auster, Siri Hustvedt, J. M. Coetzee, Carlos Fuentes, o Mario Vargas Llosa. Por eso es que en 20 años las anécdotas son varias.
“Un día estaba lloviendo a cántaros, de esos años en que llovía-llovía. Eran como las 6 de la tarde, estábamos sentados y de repente entra un tipo todo mojado. Se paró en medio de la librería y dejó una poza con agua. El tipo se empieza a sacudir el pelo, yo lo miro, lo reconozco y le digo: ¡Rodrigo Rey Rosa! Él se asusta y me preguntó: ‘¿Cómo sabes?’ ‘Porque te he leído -le dije- y en los libros están tus fotos’. Se sentó y empezamos a conversar”.
“Otra anécdota, es que un día nos avisaron que venía Horacio Castellanos Moya a Chile, y que quería conocer la librería porque algunos amigos le habían dicho que la tenía que visitar. La Paula y yo somos fans de él, La insensatez me parece un gran libro. Y de repente entra un hombre bajito, y me dice: ‘Hola, soy Castellanos Moya’. Yo le quedo mirando y le digo: ‘No me hueís, ¿en serio? Yo te imaginaba de dos metros, grande’ (ríe). Porque su literatura es así. Nos fuimos a un restorán cerca a almorzar, y ahí nos emborrachamos, en la tarde no abrí la librería y seguimos tomando. Hasta que alguien vino a buscarlo porque tenía que irse. Partió borracho al aeropuerto”.
Además, y en algo que le llena de orgullo cuando lo comenta, Parra vio el origen de una generación de escritores que se asomaban cuando apenas eran bisoños autores. “Matías Celedón y Diego Zúñiga venían siendo escolares. Les recomendaba libros, luego me traían sus manuscritos. Leí la primera novela de Diego, Camanchaca, a Celedón lo recomendé a Random House. Benjamín Labatut también venía siendo muy joven, leí su primer libro de cuentos, La Antártica empieza aquí, que ganó un premio importante en México. A Zambra también, aunque yo lo conocía de antes, cuando era poeta. Recuerdo cuando yo trabajaba en la Feria Chilena del Libro y aparecía buscando libros sobre Bonsáis, porque estaba escribiendo un libro sobre eso. Pensaba que era raro y después publicó Bonsái”.
Y hablando de autores chilenos, Parra recuerda con especial cariño a uno que falleció hace poco. “Jorge Edwards era mi vecino en el edificio. Yo vivo en el piso 3, y él en el 6to. Nos veíamos frecuentemente, o en la librería, o en el ascensor. También lo visité varias veces en su departamento. Era una persona muy especial, él también tenía una librería (Altamira) y siempre venía a comprar libros que no encontraba en la suya. Se quejaba ‘Por qué este libro está acá y no en Altamira’, compraba medio enojado (ríe)”.
Si se mira con atención al ingresar a Metales Pesados, al costado derecho, casi oculta, hay una foto que muestra a Sergio Parra junto a Pedro Lemebel, la cual tiene una historia algo trágica. “Esa foto la tomó Alfredo Jaar. Venía de Argentina, donde estaba haciendo una exposición. Me llamó para que nos juntáramos a comer, le dije que sí y que le iba a avisar al Pedro. Esto fue en diciembre de 2014, Pedro ya estaba bastante enfermo, bien decaído, estaba con quimioterapia. Recuerdo que pese a ser verano, Pedro llegó abrigado, porque estaba bien débil. Ahí Alfredo nos sacó la foto, en la librería. Es de las últimas fotos que le hicieron”.
“Fuimos a los chinos de Monjitas a comer, y el Pedro se sintió mal. Se fue a su casa. A la noche lo llamé preocupado, me dijo que no se sentía bien. Ya iba a ser domingo, le dije que fuera el médico el lunes. Y ese día pasó como a mediodía por la librería contando que iba al médico con su sobrina, la Daniela, y a la vuelta ella pasó y me contó que lo habían dejado internado. Pasó la Navidad ahí, estuve con él y me pidió pasar el Año Nuevo en su casa, porque desde su departamento se veían los fuegos artificiales de la Torre Entel. Así que lo llevamos a la casa con un grupo de amigos, y pasamos el Año Nuevo. Al otro día se sintió muy mal, fue un momento muy crítico. Volvió a la clínica y murió poco después, el 23 de enero del 2015″.
Va terminando la charla con Parra, ya ha enrolado un par de cigarrillos y está quemando el último. En los cumpleaños, el festejado suele pedir un deseo. Le preguntamos a Parra si tiene alguno en el marco de los 20 años de Metales Pesados, nos dice que sí, y larga: “Que el barrio vuelva a ser algo de lo que fue hace pocos años atrás. Que vuelva la gente, que los domingos vuelvan a ser familiares, que la gente tenga seguridad, que pueda visitar los museos, caminar por el Parque Forestal. Que vuelva la cultura al barrio. Es el único deseo que tenemos con Paula”.