Quizá el rock no esté muerto —como salen a defenderlo en cada entrevista sus propios músicos como James Hetfield de Metallica (“es una música rebelde. Es algo por lo que vale la pena luchar”)— pero lo cierto es que su influencia está acotada a los mayores de +40 que van a recitales y compran vinilos, las viejas tribus urbanas, decenas de tik tokers haciendo listas de “5 cosas que no sabías sobre los Beatles” y la academia con sus cursos de filosofía o poesía del rock.
Pero lo que domina según todas las mediciones, desde Spotify hasta los informes de la consultora Nielsen, indican que incluso antes de la pandemia el rock ha sido desplazado a nivel masivo, quedando en tercer o cuarto plano, siempre por debajo del hip hop, trap o las diversas variantes de la electrónica, géneros completamente autónomos.
¿Y qué tienen estos común? El uso de la tecnología y las máquinas como laboratorio e instrumento principal para generar canciones que, independiente de sus recursos (o falta de ellos) sean recordables, bailables y que te dan ganas de escucharlas en repeat bajo cualquier plataforma. Y los primeros en ponerlo en práctica no fueron ni Lennon/McCartney ni Brian Wilson ni Velvet Underground —usuales pioneros en cualquier historia sobre la música pop—, sino unos ex hippies alemanes, de Düsseldorf, con un pie todavía en la universidad y cuyo nombre funciona hace décadas como contraseña y marca registrada: “Central Eléctrica”. O Kraftwerk, en alemán.
“Todo nuestro sistema puede considerarse como una máquina dividida en diferentes piezas”, decía Florian Schneider (1947-.2020) a un fascinado Lester Bangs en 1975, que observó que los propios integrantes formaban parte de este ensamblaje industrial. Habían lanzado Radio-Aktivität (Radio-Activity para el mercado anglosajón) su quinto disco que, aparte de ser el primero sin instrumentos convencionales, es un despliegue de sinterizadores, osciladores, cajas de ritmos y sonidos que luego serían parte de cualquier documental de TV sobre el futuro y la computación.
Bangs, habituado al histrionismo de Dylan, Led Zeppelin o Bowie, les dice que son fríos y carente de emociones. “¿Antiemocional?. Es una palabra extraña”, dice Florian. “Existe una emoción fría y otra emoción, ambas igualmente válidas que no es corporal sino mental. Nos gusta ignorar al público mientras tocamos y concentrarnos completamente en la música. Nos interesa mucho el origen de la música, la fuente de la música. El sonido puro es algo que nos gustaría lograr mucho”.
Y aunque, a diferencia de las bandas clásicas y que aún llenan estadios —quizá lo más masivo que han llegado ha sido a través de la cita a Computer Love por parte de Coldplay en Talk—, no es tan fácil reconocer a sus integrantes (justamente porque funcionan como una máquina). Por lo demás, su historia carece de un “relato” cuya trama enganche emocionalmente como la de Los Beatles o Queen, pese a que su influencia es posiblemente mayor que todas las anteriormente citadas.
Una música nueva
Los de Düsseldorf estaban aburridos de la psicodelia, el retorno al blues y las orquestaciones finas de canción pop o rock convencional de fines de los 60.
David Stubbs en Future Days (2014), habla sobre toda una generación alemana traumada por la guerra, carente de identidad, profetizando un futuro dominado por una tecnología en continua tensión con los humanos.
Parte de eso, está en el movimiento kosmische musik (música cósmica) como Can, Tangerine Dream, Cluster o Neu! Conocida en el mundo anglosajón, con algo de sorna, como krautrock, literalmente “rock-chucrut”. Pero Kraftwerk fue más allá y comenzó a representarse desde el disco Autobahn (1974) abiertamente como robots y luego cyborgs.
La misma banda explica su proyecto en el texto Kraftwerk, arte político de la era atómica, collage de declaraciones periodísticas del grupo, donde no se especifican los integrantes —lo que refuerza la idea original de la máquina— y que formó parte de la exposición Pop Politics, activismos en 33 revoluciones (Madrid, 2013): “Cuando empezamos fue como un shock, silencio. ¿Dónde estamos? Nada. La música clásica era del siglo XIX, pero en el siglo XX, nada. No teníamos figuras paternales, ni una tradición continua en el entretenimiento. A lo largo de los 50 y 60 todo fue americanizado, dirigido a un comportamiento consumista. Así que fuimos parte de ese movimiento del `68 donde, de pronto, se abrieron posibilidades y actuamos en happenings y situaciones artísticas. Luego utilizamos únicamente sonidos para establecer algún tipo de sonido industrial alemán y fundamos nuestro estudio Kling Klang: la palabra alemana para sonido es Klang, el verbo es kling (en). La fonética; establecer el sonido; añadimos más electrónica. Tenías esas emisiones de la radio de Colonia, Stockhausen, y había algo nuevo en el aire, con sonidos electrónicos, cintas magnetofónicas. Nosotros éramos una generación más joven y llegamos con otras texturas”.
Sus composiciones, que utilizando como medios las últimas innovaciones tecnológicas usadas en el arte sonoro, lo experimental o la música concreta (secuencias, sampleos, sintetizadores, computadores) llegarán a crear piezas pop (estribillo, estrofa, intención de “hit”) para discos como Trans Europe Express (1977), The Man machine (1978) o Computer World (1981). Así, instauraron un nuevo canon sonoro hasta entonces inexistente.
Influencia para todos
Sus discos, aunque nunca llegaban a los número uno de ningún ranking —excepto en Francia— fueron repasados por David Bowie, Brian Eno o Giorgo Moroder, llegando también a ser fundacionales para lo que luego se llamaría el electro pop y synthpop (desde Yellow Magic Orchestra y Ultravox a Depeche Mode o New Order).
Para comprobarlo en internet está lleno de compilados que muestran su historial de sampleos. Pero quizá el momento más trascendente fue cuando Africa Bambaataa, tras verlos en Nueva York, se iluminó y empezó a jugar con sus sonidos. Un integrante —ay, nuevamente sin especificar— lo cuenta: “Cuando a finales de los setenta fuimos a Nueva York de visita, el departamento de baile de nuestra casa de discos nos llevó a algunos clubs ilegales. Allí estábamos bailando cuando el DJ, que resultó ser Afrika Bambaataa, puso Trans Europe Express y Metall Auf Metall” ¡Pero las piezas no duraban diez minutos, sino veinte! De hecho pensé “Qué curioso, estas piezas no duran tanto”. Pero luego me di cuenta que usaba dos vinilos del mismo disco y los iba mezclando. Lo encontramos fantástico. Nosotros mismos hemos tocado en el estudio durante horas. Que las piezas tuvieran una duración determinada sólo tenía que ver con el tiempo que se podía prensar en un vinilo. Aprendemos del noise, aprendemos yendo a clubs. La música nunca acaba, comienza de nuevo mañana”.
Y así, Bambataa con Planet rock (1982) terminó inventando el electrofunk, que terminaría siendo la base del hip hop que vino inmediatamente después y de prácticamente todo el pop actual. Hasta la Radio Cooperativa usaba “Europe Endless” (1977) para sus noticias urgentes.
¿Y los Beatles?
The Beatles, a diferencia de Kraftwerk, trabajaron con músicas ya existentes —music hall, rock and roll, las producciones del sello Motown, country & western, folclore indio, r&b, chanson– para actualizarlas a un pop perfecto y moderno gracias a la artesanía en estudio que llegaría a su máxima expresión con Sgt Pepper´s. Un disco cuya valoración como obra maestra se ha ido desplazando con el tiempo hacia el más rockero y convencional (a excepción de Tomorrow Never Knows) Revolver.
Los grandes méritos de The Beatles no tiene que ver con explorar nuevos mundos sonoros sino con habitarlos, tomando lo mejor que conocían, sintetizándolo en la música rock más efectiva y poderosamente adictiva que se haya compuesto. Así, posicionaron la figura del compositor que cantaba y tocaba sus propios instrumentos; convirtieron el formato disco en objeto de arte desde la disposición de las canciones hasta la cubierta y transformaron el estudio en un recinto para jugar con arreglos, timbres y recursos. Sin ellos —y la ayuda de George Martin y en la etapa final, el arte contemporáneo de Yoko Ono— la existencia del rock como género habría sido inimaginable.
De hecho, las intervenciones más interesantes al legado beatlero vienen desde la misma vereda kraftwerkiana, que lograron apropiarse de los Beatles sin los Beatles, por la vía hip hop y electro, respectivamente: The Grey Album (2004) de Danger Mouse (inteligente título para un mashup entre el Álbum blanco con el Black Album de Jay Z editado el año anterior) y, desde México, el mini hit Mrs. Love (2009) de Disco Ruido, que se construyó cantando encima de la canción You Know My Name (Look up the Number), justamente el último tema publicado como single de The Beatles, el lado B de Let it be, cuya gracia es ser un delirante collage de personajes caricaturescos que van cantando la frase que le da título.
Es revelador que tras 400 páginas diseccionando las canciones de los Beatles entre 1966 y 1970, Walter Everett en Los Beatles como músicos (1999) señalara que una forma de medir el valor musical de esta banda es “la cantidad de versiones grabadas por otros artistas” (en 1965 asegura que ya había sobre 1900 covers).
La otra forma “más sutil” de comprobar la influencia tiene que ver con los rasgos compositivos que salen a la superficie o dominan las composiciones de otros. El autor empieza a enumerar: Spirit, Badfinger, Nilsson, Todd Rundgren, Chicago, NRQB, Emitt Rhodes, Yes, Electric Light Orchestra, los Raspberries, Steely Dan, Slade, Billy Joel, los Flamin` Groovies, Klaatu, Cheap Trick, los Knack, Squeeze, XTC, Oasis, Nirvana y Fastball.
La conclusión es que el legado final de los Beatles yace en sus propias interpretaciones. Que haya nombrado a Fastball puede dejarse pasar (considerando que The Way era uno de los hits internacionales del momento), pero resulta curioso que un musicólogo capaz de hacer un trabajo monumental sobre The Beatles, combinando biografía, modelos de guitarra usados en determinada toma y contexto sociocultural, tenga que aceptar que el legado de la banda descansa en su propia música. Consíganse el libro en la versión argentina de Eterna Cadencia, ubiquen la página 401 y sorpréndanse.
+Máquinas, -guitarras
Mercedes Bunz dice que debemos poner atención a “cómo tratan la técnica las canciones de Kraftwerk”. Ellos pasan por una etapa “humana” de pelo largo y aires hippies en Autobahn (1974), para luego en Radio-Aktivität (1975) volverse empleados de la técnica con las camisas rojas y corbatas negras, como si fueran una orquesta.
“Si el look hippie connotaba individualidad y una expresión activa del yo, el recurso a la orquesta suguiere un músico reservado y servicial. Los aparatos técnicos que se ven en la imagen (un micrófono de pie, a través de cuya cubierta plástica transparente puede entreverse el circuito eléctrico interno, así como palillos de batería electrónicos con cable y un micrófono con la forma de un pequeño satélite), insinúan que Kraftwerk no está al servicio del público sino al servicio dde las máquinas eléctricas “hasta que tres años después, la banda termina fusionándose con las máquinas en The Man Machine (su versión alemana es Die Mensch-Maschine)”.
“Así se invierte el modelo tradicional en el que los instrumentos musicales son “dominados” por músicos virtuosos. Los instrumentos ya no son concebidos como prolongaciones del autor, en el sentido del concepto de Marshall McLuhan, que toma los medios técnicos como “extensión del hombre”. Por el contrario, los músicos de Kraftwerk se declaran prolongaciones de las máquinas”.
Mientras Kraftwerk es llevado al MOMA, sus integrantes siguen llegando y yéndose, surgen miles de webs pugnando por demostrar su legado y sus viejos discos que suenan a futuro reeditados, entre ellos el Computer World (1981) o el The Man Machine (1978), esta máquina sigue funcionando perfecto, con esa frialdad que detectaba Bangs.
“Creo que el sintetizador responde muy bien a una persona. Se le considera una maquinaria fría, pero tan pronto como introduces a una persona diferente en el sintetizador, responde muy bien a las vibraciones diferentes. Creo que es mucho más sensible que un instrumento tradicional como una guitarra”, respondía el otro fundador del proyecto, Ralf Hütter (1946), anticipándose a todo, aunque para el periodista estadounidense lo decía “como si pudiera construir una computadora o presionar un botón y hacer explotar la mitad del mundo con la misma cantidad de emoción”.