Columna de Marcelo Contreras: El delicado equilibrio
El ámbito privado de un artista pop no merece mayores juicios, a no mediar que sus acciones infrinjan la ley. Pero esta concepción en que el público demanda comportamientos ejemplares a sus ídolos musicales, junto con depositar unas expectativas morales absurdas hasta convertir a la estrella en un ser incuestionable -el fenómeno de las swifties por ejemplo, célebres por su intolerancia ante cualquier análisis a la cantante-, es de los mayores absurdos de nuestro tiempo.
Desde el asentamiento de Hollywood como factoría de estrellas hace un siglo, la narrativa de la cultura pop planteó la fama como la máxima quimera, con la adulación y el dinero fundidos en el confort del aplauso. Como si se tratara del camino a Oz, muchos artistas emprenden la ruta sin el equipamiento emocional necesario. En la ruta, quedan incontables rezagados incluyendo los más trágicos, el Club de los 27, una pandilla de talentos y carismas inigualables hermanados por trastornos y depresiones sin tratamiento, ahogados en alcohol y drogas hasta llegar a la muerte.
Toda actividad cotidiana es susceptible de convertirse en una carga inmanejable. Sin embargo, los artistas, particularmente sensibles en el más amplio sentido, lidian con el escrutinio masivo e inmediato. Además, los músicos se someten a un régimen de giras y trabajo promocional más cercano al circo que el glamour, a pesar de los videos plagados de las más burdas manifestaciones materiales, la vulgaridad del dinero a la vista, las gruesas joyas, los vehículos de alta gama.
Lo que ha cambiado radicalmente es la relación con los fans mediante las redes sociales. En medio siglo se cruzaron extremos. Podía ser vox populi que un reconocido intérprete fuera un abusador y aún así tenerlo en pantalla, a este presente donde la vida privada de un artista da paso a juicios públicos en el paredón de las redes sociales, donde las menores faltas son expuestas y tachadas como los más grandes crímenes, con escalofriante liviandad.
El ámbito privado de un artista pop no merece mayores juicios, a no mediar que sus acciones infrinjan la ley. Pero esta concepción en que el público demanda comportamientos ejemplares a sus ídolos musicales, junto con depositar unas expectativas morales absurdas hasta convertir a la estrella en un ser incuestionable -el fenómeno de las swifties por ejemplo, célebres por su intolerancia ante cualquier análisis a la cantante-, es de los mayores absurdos de nuestro tiempo.
Un claro ejemplo de un ídolo cuyo único valor radica en su experticia es Marcelo Ríos. Seguirá siendo el mayor astro del tenis de este país y uno de los mejores de todos los tiempos y, en paralelo, un personaje reaccionario y vulgar. Hemos sobrevivido sin necesidad de que sea ejemplo de nada, más allá de sus logros deportivos.
Para las nuevas estrellas criadas en este ambiente de juicios virtuales instantáneos y lapidarios habitualmente amparados en el anonimato, resulta difícil tomar distancia y comprender que la virulencia resulta tan brutal como efervescente. Por mientras, Billie Eilish da furiosas respuestas a quienes critican un cambio de look más sexy, una batalla que ya ha librado sin más resultados que el mal rato.
¿Necesita una estrella como ella dar explicaciones por su ropa a una marea virtual? Probablemente no. Pelear contra haters jamás rinde.
Artistas de distintas generaciones compartiendo sus aflicciones mentales, desde Marcianeke hasta Alejandro Sanz, de Adele a Mike Patton, humanizan a los ídolos y visibilizan la salud psíquica.
En cuanto al público, en la medida que comprenda que los juicios y pasiones deben centrarse en la obra antes que la persona, quizás afloje la presión y el escrutinio inaceptable de la intimidad. Los artistas deben comprender también que una vez abiertas las puertas hogareñas como mecanismo promocional, es muy difícil revertir la intromisión. Es el equilibrio mental el que está en juego cuando las concesiones difuminan lo público de lo privado.