“No soy quién para dar consejos, pero…”. Padecemos aquel lugar común que calma la conciencia de los entrometidos en asuntos sobre los que nadie les pide su opinión. Nick Cave, en cambio, lo asume: “Pregúntame lo que quieras y haré mi mejor esfuerzo”, ofrece en la presentación del muy peculiar boletín que desde hace casi cinco años comparte por correo electrónico respuestas del músico y escritor australiano para las más diversas inquietudes de sus seguidores: la amenaza de la IA y el gusto por los frutos secos; los beneficios del matrimonio y la admiración por Nina Simone; el sentido de la vida y cómo (no) terminar una relación amorosa.
Si confiamos en la franqueza de sus posteos (en general, breves; varios por mes), la inesperada transformación de su figura pública a una de tan ecuménica referencia de opinión le ha resultado terapéutica. Al otrora temible, oscuro y famélico vocero goth —nada más miren esos ojos perdidos en sus fotos junto a The Birthday Party—, a estas alturas se le hace más ofensivo que lo comparen con Charles Bukowski que con una tarjeta Hallmark de buenos deseos (textual).
Porque entre malditismo pretencioso y llana apertura a la experiencia ajena llegó un momento en el que hubo que elegir, y entonces, en sus palabras, “la pose de desagrado ante el mundo comenzó a tambalearse y a colapsar bajo mis pies. Sentí la necesidad repentina de, al menos, tenderle una mano al mundo —terrible y hermoso—, en lugar de tan sólo vilipendiarlo y sentarme a juzgarlo”.
Cuesta encontrar en el mapa de músicos famosos una vocación solidaria comparable en forma y fondo a la que Cave viene mostrando no tan sólo en ese adictivo newsletter sino también en giras de conciertos en vivo con espacio para monólogos o intercambios con los asistentes, y un reciente libro de entrevistas (Faith, hope and carnage), que es, sobre todo, una contundente reflexión sobre las pérdidas.
Hoy se estrena en salas chilenas (en el marco del Mubi Fest) el documental This much I know to be true, y en él Cave parece entregado a un canto profundo, que carga con la hermosa rudeza de quien afronta en serio las pocas certezas sobre la vida.
No es el gurú de autoayuda con fines de lucro tan frecuente entre celebridades añosas; tampoco el predicador que insiste en aleccionarnos desde el lado correcto de las causas sin riesgo (y de los que el rock está lleno). Su parecer sobre todo tipo de asuntos —los creativos y los cotidianos, los políticos y los personales— más bien se orientan hacia lazos de empatía auténtica.
“Gozo, amor, paz: ¡asco! ¿Dónde están la rabia, la furia, el odio?”, le reprochaba un auditor estadounidense en un intercambio reciente. Pero ese contraste, más bien tópico y simplón, le resulta ajeno a quien ha pasado por la experiencia esencialmente confusa y remecedora de perder un hijo, como le sucedió a Cave en julio de 2015, cuando el adolescente Arthur (15) cayó de un acantilado (siete años más tarde moriría también su hijo mayor).
Nada iba a ser igual desde entonces: “El odio dejó de ser interesante, la rabia perdió su encanto”. La devastación profundizó su música, del disco Skeleton tree en adelante, pero también el sentido de conexión colectiva que parece haber descubierto en ella.