Mediados de 1968. The Beatles y The Rolling Stones son las dos mayores fuerzas musicales sobre la Tierra, pero ya no se muestran los dientes a nivel estético o comercial. No hay codazos para decretar quién tiene los mejores peinados o se calza el mejor traje. En parte –hasta cierto punto-, esa es carrera superada.
Ahora la batalla es otra: quién supera al rival en términos creativos y quién logra una estela mayor de influencia en sus contemporáneos. El combo y combo se venía desarrollando desde 1966, cuando The Beatles golpeó el tablero con Revolver, esa síntesis de psicodelia, música barroca y exploración al servicio del pop, mientras los Stones arremetieron con Aftermath, su primera entrega íntegra de temas originales, una travesía de guitarras labrada con detalles y sofisticación.
El siguiente año el cara a cara lo levantan Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y Their Satanic Majesties Request, ambos coloridos manifiestos de época que presentaron a los músicos como creadores de universos tan lisérgicos como inventivos.
Hasta que llegó 1968. ¿Qué hacer cuando el rock parecía haber conquistado su cúspide artística y comercial? ¿Cuando el futuro alguna vez anhelado ya era presente? Fácil: girar en reversa. Mirar atrás e incurrir en un ejercicio que hasta ese instante el género parecía no haber transitado: la nostalgia. La hoy tan extendida adoración por el pasado.
El rock tenía una existencia breve, pero suficiente como para tener ídolos distantes en el tiempo. Había conquistado tal nivel de complejidad que precisamente las figuras que lo iniciaron –más rústicos, más austeros en sus melodías, más esqueléticos en su sonido- se alzaban como ecos de un tiempo cándido y remoto: Elvis, Bill Haley, Chuck Berry, Buddy Holly, Little Richard, Eddie Cochran.
Pero los hombres y mujeres de los 60 que encarnaban el mañana, decidieron retornar a todos ellos. Esa temporada vio surgir a Creedence Clearwater Revival, una banda de californianos que lucía como leñadores arrojados en pleno bosque -en las antípodas del colorido glamour de Londres y Nueva York-, y con un líder, John Fogerty, que siempre parecía cantar al borde de una cantina, como si cada cierto rato envalentonara su áspera garganta con un corto de whisky.
Los canadienses The Band sorprendieron con el perfil bucólico y country de Music from big pink, donde también empujaron a Bob Dylan a retomar su estampa de juglar y trovador; en tanto, Frank Zappa demostró que la vanguardia también bebía del pasado, con un álbum (Cruising with Ruben & the Jets) que tributaba en plan sátira a toda la música vocal y doo wop propia de los años 50.
1968 también semejó una resurrección de los héroes de Sun Records que una década antes habían encabezado la rebelión del rock and roll. Bill Halley repletó un tour por Inglaterra, Elvis volvió tras años de irregularidad con su fundamental show Comeback Special y Johnny Cash lanzó el imprescindible At Folsom Prison, registrado en una cárcel. También fue el año en que germinó Led Zeppelin, el conjunto que hizo de la arqueología estilística su mayor brújula.
Los Beatles y los Stones también estaban listos para dialogar en pasado perfecto. Y se iban a enfrentar cara a cara una noche para demostrar quién lo hacía mejor en el presente. Aunque probablemente aún no lo sabían.
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El 8 de agosto de 1968, Mick Jagger encabezaba su fiesta de cumpleaños en el club Vesubio de Londres, recinto recién inaugurado y uno de los mejores espacios nocturnos que alguna vez haya existido en la capital inglesa, según palabras de su propietario, Tony Sánchez, gracias a su estilo marroquí y su diseño de última moda.
Por lo mismo, el cantante se sintió feliz y agasajado entre luces negras, tapices multicolores, modelos, actrices, cantantes que marcaban la vanguardia de la ciudad y, por supuesto, un menú que incluía el traspaso de mano en mano de tazones de plata con mescalina, platos atiborrados de torta de hachís y narguiles turcos para dar de vez en cuando una fumada. Una postal ensoñada, según describe el libro The Beatles: Off the record, de Keith Badman.
En ese entorno para el lucimiento sin contrapesos, Jagger quiso sorprender a todos sus invitados y llevó un adelanto exclusivo: una copia de Beggars Banquet, el disco de The Rolling Stones que saldría cuatro meses después y que ya escalaba como uno de los más esperados de la temporada, precisamente porque era la travesía de retorno del grupo hacia sus orígenes de blues y rock and roll tras sus coqueteos psicodélicos.
“Mick voló apuradamente desde Los Ángeles a último minuto, con la primera edición anticipada de Beggars Banquet, el álbum que todo el mundo estaba esperando escuchar, porque era la obra de la que dependía el futuro del grupo. El club estaba hermoso, aguardando el momento. El único temor de todos era la proximidad con la estación de policía de Tottenham Court Road. Estaba a solo trescientos metros de distancia. Si un par de policías inquisitivos hubiera querido arrestar a todas las estrellas de Gran Bretaña, lo habrían podido hacer perfectamente”, sigue el relato en el texto The Beatles: Off the record.
Pero no sucedió. A cambio, Jagger pudo poner el vinilo en plena fiesta y detonó el éxtasis inmediato de los presentes, gracias a canciones impresionantes que nadie había escuchado, como Sympathy for the devil, Street fighting man o Stray cat blues.
El libro Los Beatles vs. Los Stones: la rivalidad más grande de la historia del rock, de John McMillian, recoge la reacción de los asistentes: “Cuando el álbum empezó a sonar por los parlantes, la gente inundó la pista de baile. Todo el personal saltaba como loco y disfrutaba del disco (que pronto recibiría el calificativo de mejor álbum de los Stones hasta la fecha)”.
Pero el buen ánimo duraría poco. Al menos el de su protagonista principal.
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Justo cuando todos vibraban, el mismísimo Paul McCartney llegó a la fiesta. Pasó relativamente inadvertido, pero tenía un arma bajo la manga: al dueño del lugar, Tony Sánchez, le entregó de modo discreto una copia del próximo sencillo de The Beatles, el que contenía los futuros himnos Hey Jude/Revolution, y que nadie fuera del círculo íntimo del cuarteto había escuchado. Saldría a fines de ese mes de agosto y serviría de preludio para el Álbum Blanco, también la pieza que reencontraría al conjunto con las guitarras más crudas y desprovistas de mayores ornamentaciones.
El DJ, unos minutos después, lo hizo girar bajo la aguja. El golpe fue inmediato. Ya nadie se acordaba ni de Beggars Banquet ni de los Stones. “El lento y atronador crescendo de Hey Jude sacudió los cimientos del club y los asistentes reclamaron al disc jockey que pinchara la canción de siete minutos una y otra vez”, reconstruye el texto Los Beatles vs. Los Stones.
Pero la victoria inesperada no quedó ahí. “El disc jockey puso la siguiente canción y todo el mundo escuchó la voz nasal de John Lennon vomitando la letra de Revolution”.
Tony Sánchez recuerda que cuando ambos temas de los Fab Four concluyeron, Jagger estaba desencajado. “Vi que Mick parecía molesto. Los Beatles le habían robado el protagonismo”.
Tony Barrow, el agente de prensa de los hombres de Yesterday, también lo recordó así: “Fue un golpe promocional increíble”.
El propio McCartney, en The Beatles: Off the record, se hace cargo de la reacción de su colega: “Tocamos los temas y recuerdo que Mick Jagger se me acercó y me dijo: ‘¡Joder! ¡Maldita sea! Eso es otra cosa, ¿no? Son como dos canciones’”.
En ese gallito nocturno y casual entre las dos mayores bandas de la historia, estaba claro quien había sido el vencedor. Mick Jagger había salido triste y vapuleado de su propio cumpleaños.