Habían pasado cuatro meses desde el último homicidio registrado y la policía aún no lograba dar con la identidad del o los asesinos que, desde febrero del 2003, mataron a balazos a cuatro personas completamente diferentes entre sí y en distintos lugares de Madrid.
En mayo, los investigadores creyeron dar con el sujeto: un neonazi que, aunque cumplía con algunas de las características físicas denunciadas por los tres sobrevivientes a los ataques, no tenía ninguna conexión probable con los hechos. El hombre fue señalado por una testigo en una ronda de reconocimiento que, según se conocería después, estuvo viciada y fue poco precisa, además de estar presionada por las elecciones que se llevarían a cabo en el país en los próximos días.
De hecho, cuando la policía se acercó a arrestarlo, su primera reacción fue pensar que lo apresaban por un caso de drogas. Y aunque era bastante probable que estuviera involucrado en otros delitos, nada lo vinculaba al asesino de la baraja, bautizado así por los medios por su costumbre dejar un naipe en la escena del crimen.
Aun así, la detención duró poco más de un mes. Tras ser librado sin ningún cargo, la policía volvió a un punto muerto. Poco a poco, los crudos asesinatos que antes acapararon las portadas dejaron de tener tanta relevancia en los noticieros. Las cosas se enfriaron y la captura del verdadero responsable parecía estar cada vez más lejos. Eso, hasta la tarde del 3 de julio, cuando un hombre en evidente estado de ebriedad se acercó a la comisaría de Puertollano.
“Vengo a entregarme. He matado seis personas y he herido a otras tres”. Con esas palabras, Alfredo Galán, un ex militar de 26 años, se confesaba como el asesino de la baraja. Al entrevistarse con la policía, el hombre se adjudicó los cinco homicidios investigados, más uno sucedido en enero de ese año y que hasta entonces no le había sido conferido. Entre los detalles que entregó, hubo un dato crucial que no salió en la prensa, y que sólo lo conocían los investigadores y el homicida: los naipes dejados en la escena del crimen estaban marcadas en el centro con un punto hecho con lápiz azul.
Para entonces, la policía ya no tenía dudas. Luego de seis meses sin novedades, encontraron de golpe al primer asesino en serie registrado en España. A veinte años de los hechos, una nueva serie documental vuelve a poner todas las cartas sobre la mesa. Con entrevistas y material inédito, Baraja: la firma del asesino, la más reciente apuesta de true crime producida por Netflix, no solo construye un retrato mucho más íntimo del asesino, sino que también aborda con lujo de detalles la trastienda de la investigación. Un proceso que no estuvo exento de críticas y errores que llevaron a que los crímenes de la baraja estuvieran a punto de pasar a la historia española como el crimen perfecto.
Alfredo Galán: el perfil de un asesino serial
Hasta el 2003, la vida de Alfredo Galán había sido relativamente común. Nació en abril de 1978 en Puertollano, y durante sus años escolares fue un alumno promedio en cuanto a rendimiento e introvertido de personalidad. En 1998 ingresó al ejército, donde incluso alcanzó el rango de cabo 1° en la División Acorazada Brunete, perteneciente al Regimiento Asturias.
Dentro de su breve carrera militar, uno de los eventos más significativos fue su envío a Bosnia, donde llegó en dos ocasiones para participar en misiones humanitarias. Según comentaron algunos de sus compañeros en la milicia, Galán esperaba tomarse unas vacaciones cuando su batallón fue llevado a cubrir la catástrofe del Prestige en Galicia, con el fin de contribuir en la limpieza de chapapote. Fue allí donde, tras robar el auto de una mujer y provocar un conflicto con su superior, fue enviado al Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla de Madrid. Allí le diagnosticaron con neurosis y ansiedad.
Los doctores le dictaron un tratamiento que tenía como contraindicación el consumo de alcohol. Aun así, Galán no estuvo dispuesto a dejar la bebida. Pasó poco tiempo para que fuera dado de baja oficialmente, en marzo del 2003. Mismo mes en que comenzó a trabajar como guardia de seguridad en el Aeropuerto de Barajas, consciente de que sus posibilidades de mejorar la relación con su superior eran bajas.
Para cuando concretó su primer asesinato, el viernes 24 de enero, todavía figuraba como miembro de las fuerzas armadas. La víctima fue el conserje de un edificio, al que mató con un tiro en la cabeza. Todo, en presencia de su hijo de apenas dos años. Hay otro dato clarificador: a la hora de comenzar su carrera delictiva, todavía asistía a tratamiento psiquiátrico en el hospital.
El 5 de febrero fue uno de sus días más violentos. Tras atacar a un hombre en una parada de autobuses cercana al aeropuerto, entró a un bar ubicado en Alcalá de Henares y, sin decir palabra alguna, disparó contra varias personas. Las balas alcanzaron a un joven de 18 años y una mujer de 57. El muchacho era el hijo de la dueña del local, que sobrevivió tras esconderse debajo de la barra del bar. Galán declaró que ese día, y luego de cometer tres asesinatos, asistió a su cita con el psiquiatra. Se jactó de que el profesional “no se enteró de nada”.
Ese día fue particularmente decisivo en su historia, pues en la escena del crimen de la víctima del paradero se encontró un as de copas. Muy pronto, los medios de comunicación comenzarían a entablar una serie de teorías sobre la relevancia de la carta, que estaba ahí por mera casualidad. Pero la importancia que el ojo público puso sobre el detalle impulsó al ex militar a comenzar a plantar naipes en sus próximos asesinatos como un sello personal.
El informe realizado por el psiquiatra forense fue categórico. Luego de entrevistarse por cerca de cinco horas con él, la conclusión final fue que Alfredo Galán es una persona completamente imputable. Aunque sí se diagnosticó un trastorno de la personalidad, la conclusión fue que distinguía perfectamente el bien del mal.
Los detalles del documento señalaban que el sujeto “mataba por matar” y que, además, “sentía placer por ello”. Lo describieron como una persona narcisista, sádica y megalómana que “necesita ser admirada por los demás”, y que “mataba por mera gratificación personal, por tener la experiencia de lo que se siente quitar la vida a otro ser humano”.
¿Un vuelco en al caso?
Su confesión, los detalles entregados en las declaraciones, el reconocimiento de los testigos y su vinculación al arma homicida (una pistola Tokarev que se trajo a España tras la misión militar en Bosnia), terminaron por convencer al jurado de que Galán era el culpable. Pero ad portas del inicio del juicio, sorprendió con una nueva declaración donde afirmaba ser inocente.
Según señaló en esa nueva versión de los hechos, habría sido intimidado por dos neonazis que lo obligaron a entregarse y culparse por los asesinatos. Los hombres serían los mismos a los que supuestamente vendió la Tokarev, y lo habrían amenazado con asesinar a sus dos hermanas si se negaba.
El cambio en su historia no fue el primer golpe bajo que recibió el proceso. También se cuestionaron una serie de elementos que no terminaban de cuajar, como los reconocimientos viciados por parte de los pocos testigos vivos de los crímenes. A una de ellas se le pidió asistir a una ronda de identificación después de que la cara de Galán ya había acaparado todas las portadas y noticieros del país, y, aun así, la mujer afirmó no estar segura de que era el asesino.
Pero los intentos de la defensa por lograr que se abriera una nueva línea investigativa no prosperaron, a pesar de que la única petición del imputado para revelar los nombres de los presuntos asesinos era conseguir protección para su familia. Tampoco se logró encontrar el arma y, al tiempo, se supo que igualmente hubo algunas incongruencias en los detalles entregados por Galán. Sin embargo, la justicia decidió dar por cerrado el caso y condenarlo a 142 años de cárcel por seis asesinatos y tres intentos de homicidio. Una pena que no se extendería por más de 25 años y que, probablemente, lo deje en libertad para el 2028.
El último capítulo de la serie de Netflix deja un espacio a las dudas. Para algunos de los involucrados, Galán no sería el único asesino de la baraja. Una posibilidad que, a dos décadas, aún atormenta a algunos familiares de las víctimas.