Columna de Marcelo Contreras: The Cure, aferrados al walkman
El impacto de The Cure -banda que viene a Chile a fin de año- escaló hasta inspirar directamente a nombres posteriores como Interpol y Placebo, el costado lúgubre de Deftones, y un género como el emo. Tim Burton insertó en Beetlejuice (1988) y El Joven Manos de Tijera (1990) la presencia del rey gótico, como una manera de confirmar cuán profundo había calado Robert Smith entre las almas con ánimo de penumbra.
Aquella primera mañana de clases de marzo de 1987, el profesor observó detenidamente al curso. “Mirando el festival de Viña -dijo con sonrisa desganada-, sabía que alguien iba a llegar con la colita de Cerati”. El aludido partió a inspectoría con la réplica del esponjoso peinado rematado en una especie de cachirulo -tiempos en que el pelo no podía sobrepasar el cuello de la camisa-, un intento del ídolo trasandino por emular el espectacular escarmenado de Robert Smith.
Superadas las influencias de The Police del debut de 1984 y el sonido de transición de Nada Personal (1985), Soda Stereo se entregó sin disimulo a la influencia omnipresente del pop gótico de The Cure. Signos (1987) era la prueba flagrante.
Los británicos habían ingresado por una puerta lateral en Latinoamérica. Standing on the beach: The Singles 1978-1986 (1986) funcionó como prólogo, aunque los más atentos ya sabían de esa extraña banda desde In Between days. Miles de adolescentes estaban a punto de saborear el almuerzo de domingo, cuando el video fue estrenado por Magnetoscopio Musical de TVN una tarde de 1985, desatando la clásica duda parental de esos días -”¿ese es hombre o mujer?”-, mientras la guitarra acústica propulsada como un moscardón, agujereada por una sencilla frase de teclado adelantando el estribillo, penetraba la memoria para siempre.
La canción introducía The Head on the door (1985), el álbum que actuó como pasaporte para abandonar los territorios del indie rumbo a la fama y el reconocimiento mundial, timbrando una creciente obsesión de miles de jóvenes enganchados a su estética dark, nada casual en una década marcada por la amenaza de un holocasuto nuclear, cuyo epílogo presagiaba un planeta desolado y baldío.
Aquel compilado de 1986 ponía en evidencia que The Cure mutaba asombrosamente con las posibilidades del ensayo/error permitido por la industria discográfica en ese entonces, cuando los proyectos artísticos se pensaban como inversiones a mediano plazo, contemplando movimientos pendulares entre el fracaso y la maduración.
En ese sentido, habían evolucionado asombrosamente sin perder identidad. El single Boys don’t cry era una vieja canción de 1979. Otras como A Forest, Primary y The Hanging garden, de la primera cara del casete, retrataban música oscura de apariencia minimalista. El bajo punzante, la guitarra económica y quejumbrosa, teclados siniestros, la batería aferrada a un patrón sencillo, a ratos marcial.
El lado b exponía una metamorfosis similar a una larva convertida en mariposa, en canciones efervescentes como Let’s go to bed, The Love cats y The Caterpillar, a distancia de las telarañas y las sombras. Tras el maquillaje de marioneta siniestra de Robert Smith había humor y sonrisas.
Entre la notoria influencia instalada en el rock latino, con varias bandas argentinas y chilenas remecidas por su sonido y estética como Fricción, Duna, Upa! y Viena, junto al impacto en Estados Unidos -de las últimas instituciones rock británicas realmente famosas al otro lado del Atlántico-, The Cure se convirtió en un fenómeno pop melancólico y onírico, antagónico al brillo, la liviandad y el plástico.
El impacto escaló hasta inspirar directamente a nombres posteriores como Interpol y Placebo, el costado lúgubre de Deftones, y un género como el emo. Tim Burton insertó en Beetlejuice (1988) y El Joven Manos de Tijera (1990) la presencia del rey gótico, como una manera de confirmar cuán profundo había calado Robert Smith entre las almas con ánimo de penumbra, acostumbradas a escuchar sus canciones tristes y hermosas, aferrados al walkman como una escapatoria.