Días antes de cumplir 30 años, Bruce Willis apareció por primera vez en televisión como David Addison Jr. Pese a la resistencia de la cadena ABC –que no confiaba en su fichaje–, el actor se adueñó de uno de los papeles centrales de Moonlighting, revelándose como un carismático y astuto detective privado que se asocia con Maddie Hayes (Cybill Shepherd), una exmodelo de alta costura que se debe reinventar cuando atraviesa una crisis financiera.

La ficción cruzó con gracia el drama, la comedia y el romance, cautivando al público y a los premios, en especial durante sus primeras tres temporadas. Esa etapa inicial de la serie, antes de que viviera un brusco declive que causaría su cancelación, puso a Willis en el radar de los estudios cinematográficos.

Aunque sus primeros proyectos en la pantalla grande estuvieron lejos de ser un éxito, lucía como un nombre interesante a ojos de los productores que intentaban sacar adelante Duro de matar, los mismos que estaban frustrados porque ya habían recibido la negativa de algunos de los mayores astros de la industria, una larga lista que incluyó a Arnold Schwarzenegger, Clint Eastwood, Sylvester Stallone, Richard Gere, Burt Reynolds y James Caan. Ya sea por la extrañeza que provocaban los elementos de comedia del texto o porque los consultados deseaban hacer algo alejado del género, ninguno estaba interesado en sumarse a un proyecto que arrancaba como una adaptación de una novela de 1979 del escritor Roderick Thorp.

Años atrás, el guionista Steven E. de Souza intentó descifrar el motivo que habría impulsado a esos actores a rechazar la propuesta. “Estábamos en 1987. Tenías las películas de Rambo. Tuvimos Comando, Depredador”, indicó, sugiriendo que el protagonista de la historia probablemente no les parecía un héroe. O al menos no un héroe en la clave que dominaba en esa época: un tipo estoico, implacable y de capacidad emocional más bien limitada.

John McClane aparece como un pez fuera del agua al comienzo de la cinta. Policía de Nueva York, viaja a Los Angeles en vísperas de Navidad para intentar reconciliarse con su esposa (Bonnie Bedelia), una profesional en ascenso al interior de su empresa con sede en California. Luego de apenas alcanzar a intercambiar un par de palabras, el reencuentro de la pareja se frustra debido a que un grupo de terroristas asalta el edificio y toma como rehenes a todos los asistentes a la fiesta organizada por la compañía.

Es recién en ese momento, pasado el minuto 20 del largometraje, que el personaje principal puede comenzar a desplegar los recursos propios de un héroe de acción, luciendo a ratos tan intimidante como otros de sus contemporáneos. Y librando un duelo inolvidable con Hans Gruber, el villano al que da vida el inglés Alan Rickman. Aunque las secuencias de balaceras y explosiones son arrolladoras, la dirección de John McTiernan no pierde de vista que está dibujando a McClane como un sujeto vulnerable: un hombre que le teme a los aviones, un esposo que no ha expresado todo lo que siente, un padre en conflicto porque no vive con sus dos hijos pequeños.

Jeb Stuart, el otro guionista de la cinta, rectificó su idea después de una fuerte discusión con su mujer y de sufrir un accidente automovilístico que podría haber resultado fatal. “De repente pensé: ‘Sé de qué se trata esta película. No es acerca de un hombre de 65 años cuya hija de 40 años es arrojada de un edificio. Es acerca de un hombre de 30 años que debería haberle dicho a su esposa que lo sentía, y luego suceden cosas malas’”, advirtió.

Esa particularidad del rol encontró en Bruce Willis al intérprete perfecto, un actor convincente como tipo duro, pero con el carisma para dotar de humanidad a un personaje cuyo principal combustible no son necesariamente los disparos y las patadas, sino que situaciones más domésticas. McClane quiere acabar con los malos, pero antes que todo desea regresar a casa. Por más empeño que pusiera su estrella, ninguna de las secuelas que convirtieron a Duro de matar en franquicia entendió de manera tan prístina ese concepto como la original.

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