Columna de Héctor Soto: ¿Qué nos estamos perdiendo?
Consuelo y reparación. Autor, entre otros libros, de una espléndida biografía del pensador Isaiah Berlin y de un ensayo de realismo político y ética pública titulado El mal menor, el ensayista y también político canadiense Michael Ignatieff reflexiona en su libro En busca de consuelo (Taurus, 2023) sobre la dimensión restauradora o terapéutica que tienen las ideas, la literatura, la música, las artes y en definitiva todo eso que llamamos cultura para resistir el dolor, sortear las angustias, recuperar la fe, volver a ponernos de pie y encontrarle sentido a la existencia. Aunque siempre fueron las religiones las que entregaban respuestas o muros de contención en este frente, la palabra de los filósofos y la obra de los artistas también han sido históricamente muy importantes y desde luego, mientras más se ha secularizado el mundo, son ellos quienes aparecen más próximos a esta función reparadora. No es que el autor se haga cargo de esa divisa un tanto cínica del pensamiento ilustrado que siempre ha entendió la religión como reserva espiritual solo para el populacho mientras era la cultura la encargada de la gente sofisticada. No, su ensayo progresa en una dirección más sustantiva y explica cómo a lo largo de la historia artistas y pensadores notables, luego de momentos de gran aflicción y zozobra, no solo entregaron un admirable testimonio de entereza sino que incluso, desde ahí, desde las mismas fauces del lobo, pudieron desplegar su genialidad. Desde el Libro de Job hasta obras contemporáneas, pasando por los estoicos, por Marco Aurelio, Dante, Montaigne, Freud, Marx o por las experiencias de Gustav Mahler o Albert Camus, Ignatieff abre un camino reflexivo fascinante que habla tanto de las fragilidades de la vida y de los horrores de la política como de los insólitos y luminosos espacios de recomposición, resistencia o fortaleza que encontramos, casi sin buscarlo, en las novelas, en la poesía, en la música o en el pensamiento introspectivo. En una época tan poco preparada para la derrota, las desdichas o las decepciones como la nuestra, este es un libro doblemente valioso. Ayudará a encontrarnos cuando nos estemos perdiendo.
Punto de partida y de llegada. En los años 70 y 80, quienes combinábamos la cinefilia con rasgos indudablemente psicóticos nos angustiábamos pensando cuántas buenas películas inalcanzables estábamos dejando de ver por el hecho de consumir demasiados bodrios. Esa angustia es del pasado. Ahora es posible ver todo: quizás no esta tarde ni la próxima semana, pero a lo mejor sí en dos meses más. La obsesión, sin embargo, no ha desaparecido del todo porque siempre nos estamos perdiendo algo. Algo que puede haberse quedado rezagado en la periferia, en la desidia de la crítica, en la tiranía del rating, en la rareza de plataformas que no conocemos ni sospechamos. ¿Será este el destino -nos preguntamos- de las últimas películas de Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver y Toro Salvaje y director él mismo de título notables como Hardcore o Gigoló americano, entre muchos otros? Schrader ya tiene sus años (76) y se diría que a medida que ha ido envejeciendo sus películas han venido ganando libertad. Su última trilogía, que ha sido caracterizada como películas de un hombre solo en una pieza, la componen el drama religioso La iglesia de la salvación, El contador de cartas, centrado en un exmilitar ludópata que se cruza en alguna mesa de póker con un joven animado por la ferocidad de una venganza y, ahora, El maestro jardinero, historia de un metódico horticultor que de modo parecido se cruza con una chica espontánea que le sacará a flote la pesada mochila de su pasado. Las tres son películas de ensimismamiento, de clausura, y en seguida son también obras de culpa, de sacrificio y redención. Sí, los temas de Schrader casi nunca cambian y se repiten con mayor o menor fortuna de película en película. Es curioso que Schrader, formado en la más ortodoxa matriz calvinista y puritana de la región de los grandes lagos del norte, donde comienza el Medio Oeste, esté volviendo en los últimos tramos de su trayectoria como realizador al mismo lugar desde donde partió como crítico, puesto que fue en 1972 cuando escribió un notable ensayo, El estilo trascendental en el cine, sobre séptimo arte y espiritualidad basado en el cine de Ozu, Bresson y Dreyer, tres cineastas excepcionales, maestros de la contención y el despojo, que introdujeron al canon cinematográfico estándares expresivos especialmente altos pero que quedaron, si se quiere, aislados en las cinetecas, porque -obvio- no fue por esos pagos por donde corrió la troncal más exitosa del cine como espectáculo e industria. Las películas de Schrader, aun las más logradas, no llegan a los niveles de recogimiento y abstracción de esos maestros. Son de hecho mucho más accesibles y °entretenidas°. Pero por algún lado respiran algo de ese mismo aire frío, purificador y penetrante. Un aire que limpia, aunque también hiere.
¿Arrogancia? Esta confesión de Paul Schrader puede parecer altanera, pero revela una contradicción que está en la base tanto de sus personajes como de su carácter: “Yo me veo como un divulgador, pero en el fondo soy un purista… Mi cine parece comercial y común pero en realidad es espiritual y fuera de lo común. Creo que este contraste es lo que hace que mis películas sean de interés”.