Le puso Estrella distante. Al tipear esas palabras, no solo estaba nombrando una novela, la quinta de la trayectoria de Roberto Bolaño Ávalos, sino que una entrevista. En mayo del 2003, la periodista argentina Mónica Maristain tuvo la oportunidad de dialogar con el autor de Los detectives salvajes. Por entonces, el reloj corría en reversa para el chileno, aquejado de una enfermedad hepática. Esa fue su última entrevista.
Maristain, también biógrafa de Bolaño en su notable volumen El hijo de Míster Playa (Alquimia, 2017), lo recuerda así a Culto. “La entrevista fue una idea de él. ‘¿Por qué no me haces una de esas entrevistas frívolas que tú haces? Luego que la publiques en Playboy me la das para que la publique en El Mercurio, de Chile’. La actitud de él era jovial, de futuro, de lo que iba a hacer mañana, a pesar de que ya había tenido el diagnóstico terrible sobre su enfermedad”.
Estrella distante, se llamó la entrevista publicada justamente en Playboy. El martes de esa semana, el 15 de julio de 2003, Roberto Bolaño falleció a los 50 años en el Hospital Universitario Valle de Hebrón de Barcelona, a causa de una falla hepática. La salvación para prolongar su vida pudo ser un trasplante de hígado, para lo cual se encontraba en lista de espera. En sus palabras llevaba “más de 10 años en esa situación”. Es decir, sus libros más célebres los escribió estando enfermo.
En la charla con Maristain, Bolaño se mostró mordaz como siempre. Consultado por las críticas que recibía, contestó: “Cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?”. No es raro. Bolaño tenía fama de polemista y ácido. De hecho, de Isabel Allende llegó a decir que no era una escritora sino una “escribidora” y criticó con dureza a los autores de la llamada “Nueva narrativa chilena”, aquellos que pasaron por el taller de José Donoso.
Pese a lo mal que estaba de salud, Bolaño parecía tomarse sus problemas al hígado con bastante deportividad. En una entrevista publicada el 18 de abril de ese año (poco menos de tres meses antes de su deceso) recogida en el volumen Bolaño por sí mismo, de Andrés Braithwaite (Ediciones Bastante, 2022), le preguntaron: ¿Cuál es, exactamente, su estado de salud? Y Bolaño señaló: “Bueno, la respuesta más cercana a la realidad sería: aquí estamos. Mi salud mental no está muy afectada, lo que no es poco para los tiempos que corren, y aunque ahora me canso mucho más que antes, en verdad muchísimo más que antes, mi salud física, por llamarla de algún modo, tampoco ha caído en picada. En realidad, cuando uno habla de la salud, sobre todo de la propia salud, debe ir con mucho cuidado, sobre todo si lo que uno intenta es no hacer pornografía”.
Su amigo, el editor Ignacio Echevarría, recuerda a Culto cómo vivió junto a Bolaño esos últimos meses, en que la sombra de la muerte le rondaba. “Hasta el momento de ser ingresado en el hospital donde murió Bolaño se comportó como siempre, nada hacía pensar en una crisis inminente. Nunca contemplé seriamente la perspectiva de que Roberto muriera tan joven”.
“Cuando lo conocí ya estaba enfermo del hígado, y nunca pensé que la cosa fuera tan grave. Pensaba que exageraba. Y él mismo bromeaba con todo eso. Su muerte me pilló por sorpresa, no tuve tiempo siquiera de mentalizarme. Todo fue atrozmente rápido. No hubo lugar para despedidas de ningún tipo”.
Esas bromas sobre la urgencia del trasplante al hígado, como si fuera cualquier cosa, también las recuerda Mónica Maristain. “Yo lo conocí en los últimos años de su vida. No sé cómo habrán sido los anteriores. Era una persona jovial, con mucho humor, se reía porque yo le decía que Camilo Sesto y Raphael vivían con un hígado trasplantado, tenían miedo de salir a cantar luego de la operación”.
“Nos reíamos de César Aira porque se había quedado varado en una isla de Venezuela. ‘Estos escritores turistas’, decía. Estaba siempre atento a su obra y escribía, escribía. Eso sí, jamás hablaba de su obra, no era un autor presumido. Cuando escribí en Playboy las cualidades por las que habría que leerlo, él agregó: Por caridad”.
Una obra bestial
Antes de morir, cómo no, Bolaño escribía como un poseso, sintiendo que su hora estaba cercana. Al menos desde 1998 ya tenía la idea de lo que sería 2666 y le estaba dando forma. En enero de 2001, concedió una entrevista para Antonio Lozano de la revista Qué leer, de Barcelona, donde ya daba cuenta de la existencia de la novela: “2666, es una obra tan bestial, que puede acabar con mi salud, que ya es de por sí delicada. Y eso que al terminar Los detectives salvajes me juré no hacer nunca más una novela río: llegué a tener la tentación de destruirla toda, ya que la veía como un monstruo que me devoraba”.
En esos meses finales, Bolaño se mantuvo residiendo en Blanes. No viajó a Chile. Lejos de tener una actitud nostálgica, Ignacio Echevarría comenta que no era muy habitual que comentara sus años de infancia y adolescencia en nuestro país. “Conmigo nunca hablaba de eso, que yo recuerde. Pero Chile nunca dejó de estar muy presente para él. Nada que tuviera que ver con su país de origen lo dejaba indiferente. A partir de 1998, en que regresa por primera vez después de veinticinco años de ausencia, la relación con Chile se hace cada vez más visceral. Él nunca dejó de considerarse un escritor chileno, y es en el marco de la literatura chilena donde él mismo se ubicaba en primer lugar, con la que se medía en primera instancia. Queda mucho por explorar y aún más por decir de la relación de Bolaño con Chile”.
Ese vínculo con Chile lo mantenía a través de la prensa. Desde el 2000, y hasta enero del 2003 mantuvo una columna semanal en el diario Las últimas noticias. Su amigo, el periodista Andrés Braithwaite recibía ese material. “No había ninguna pomposidad, todo muy relajado. Él sugería los temas, no había pauta, era como un divertimento”, comentó a este medio en 2018.
Desde que residía en España, en 1977, Bolaño solo pisó dos veces Chile, en 1998 y 1999, cuando tuvo por fin el reconocimiento como escritor, producto de Los detectives salvajes, por la que obtuvo los premios Herrade de novela (1998) y Rómulo Gallegos (1999). Su amiga, la crítica literaria Soledad Bianchi, con quien se había mandado cartas durante los 80, lo recibió en su casa, en La Florida, donde vive hasta hoy con su esposo, el pintor Guillermo Núñez. Así recuerda ese momento, al teléfono con Culto.
“Vino a almorzar con su mujer de ese entonces, Carolina, y con su hijo Lautaro. También estaban Raquel Olea y Guillermo, mi marido. Él (Bolaño) habló, habló, habló y no dejó hablar a nadie y no le preguntó a nadie qué hacía. Con el egocentrismo que tenía. Entonces, habló mucho de él y dijo algo que me interesó mucho. Que en España ganaba los concursos municipales -antes de ser famoso, cuando no tenía plata-, porque él tenía cosas que contar, aunque no lo contara muy bien; en cambio, los españoles contaban muy bien, pero no tenían qué contar”.
2666, ese mamotreto de enormes proporciones (que su edición más reciente, de Alfaguara, tiene 1.216 páginas) se publicó finalmente en 2004, de manera póstuma. A pesar de que Bolaño quería hacerlo en cinco libros separados, su editor, Jorge Herralde, prefirió hacerlo todo en un mismo volumen.
Al momento de fallecer, Bolaño estaba lejos de ser la estrella literaria que es hoy. De hecho, en un canal de televisión se le confundió con Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”. Según Braithwaite “El bolañismo vino después de su muerte”, nos dijo en 2018.
En la charla con Maristain, la última de su vida, dejó una frase que podría haber sido su epitafio, pero sus cenizas fueron arrojadas al mar Mediterráneo, según consta en la prensa de la época. “Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas”.