La dinámica de La Nueva Ola funcionaba así: el productor Camilo Fernández viajaba a Estados Unidos para adquirir decenas de singles de éxito contenidos en discos de 45rpm, para luego grabar las versiones castellanizadas por cuenta de su corral de jóvenes artistas, donde la facha cotizaba más que la voz. Como soporte promocional, esas figuras aparecían sonrientes y cándidas, en las portadas y páginas de publicaciones juveniles como la revista Ritmo. Si protagonizaban romances entre ellos, tanto mejor. La presencia mediática quedaba garantizada por largos meses, incluso años. La maquinaria del pop adolescente afirmaba sus pasos con principios regentes hasta hoy.
Cecilia, La Incomparable, escabulló cuanto pudo ese camino, trazando una ruta alternativa en un mundo profundamente masculino. Lo cantaba James Brown en aquel entonces, It’s a man’s man’s man’s world.
“Era fantástica, original, no le copiaba a nadie”, recuerda David Mac-Iver, el líder de los pioneros del rock chileno Los Mac ‘s. El guitarrista porteño tuvo la oportunidad de verla en directo varias veces a mediados de los 60 en los años de gloria de la artista, cuando despertaba un fanatismo inusitado en el medio nacional.
“En vivo era espontánea, no era como las otras cantantes de La Nueva Ola, tibias”, subraya Mac-Iver. “Ella se adueñaba del escenario”.
Esa propiedad exuberante de Cecilia Pantoja Levi causó cortocircuito en el medio criollo. La presencia, las maneras, el desparpajo y la evidencia de que sus preferencias no respondían a los estándares, irritaba a la conservadora sociedad chilena de los 60, inmersa en el sexenio conservador de Eduardo Frei Montalva. A Cecilia no había cómo clasificarla y, finalmente, enrielar su carácter en el firmamento local. No pretendía ser una estrella a la usanza gringa, sino simplemente ella misma.
Con Cecilia todo parecía ir al revés de las formalidades y las profundidades. Si la gran mayoría de las cantantes lucían el pelo medianamente largo encasquetado en laca, ella lo llevaba corto. Si la norma era pararse estáticamente en el escenario como correspondía a una dama sometida a las amarras de la norma, ella se desplazaba para convertir las tablas en parte integral de su expresión, mirando de lado con un mueca y sonrisa provocativa.
Supo tempranamente de la adoración y del rechazo cuando fue abucheada por una parte del público, al ganar la competencia en el Festival de Viña del Mar de 1965 gracias a Como una ola de María Angélica Ramírez, una canción magnífica con violines en espiral simulando el violento vaivén del mar, mientras Cecilia canta dramática y resignada
“Me siento sola, sola, sola
como una ola
en un mar de gente indiferente”.
Cecilia coqueteó apenas con el rock & roll que dominaba una parte del cancionero pop de comienzos de los 60. El temprano single I wanna live de 1962, no ofrece el compromiso y la pasión manifiesta en su discografía por la balada italiana y, en menor medida, boleros y tangos, propicios para lucir una voz extraordinaria especializada en cantar al amor desde la tragedia y el sufrimiento.
Es difícil superar el dolor recalcitrante contenido en canciones como Buen día tristeza:
“Cuéntale la angustia y el horror
De mi vivir...
Cuéntale, la triste sin razón de mi existir
Al no tener su amor…”
Pasada la efervescencia en torno a su figura, hacia fines de los 60 Cecilia abre un flanco en el álbum Estamos solas, guitarra (1968) con la canción homómina, semilla de la balada rock electrificada de Los Ángeles negros y Los Galos, matizado con un pop de resonancias go-go en títulos como Dale que dale, dale y Aprenderás.
En 1970 el álbum Gracias a la vida, su último trabajo de estudio que contiene Compromiso -versionada con gran éxito por Javiera y Los Imposibles en 1995-, arranca con un atrevido cover orquestado de la monumental canción de Violeta Parra, para avanzar en un pop de grandes salones, con piezas de compleja instrumentación y giros estilísticos como ocurre en Llora llora. El bolero engalanado persiste en Cuando sale la luna y Canto para ti con la orquesta de Valentín Trujillo; la balada de perfil erótico se luce en Hace tanto que no amo, y despliega bossa nova en Esa flor.
En el cierre, electrifica y teatraliza Plegaria a un labrador de Víctor Jara, demostrando flexibilidad estilística.
Si bien la dictadura fue decisiva para coartar el trabajo nocturno de los artistas como consecuencia de los largos años de toque de queda y las listas negras vetando nombres, Cecilia al igual que otros artistas exitosos de la década del 60, participó de la televisión inclinada al magazine y los espectáculos propiciada por el régimen, en programas populares como Dingolondango y El Festival de la Una en TVN.
Fue paulatinamente revalorizada desde mediados de los 80 por la vanguardia artística chilena, admiradora de su música y como referente de minorías sexuales, a pesar del abierto rechazo de la cantante al interés mediático por esa faceta de su vida privada.
Aquel rescate incluía un componente kitsch, que de alguna forma propone cierta ironía y cinismo. Sin embargo, en Cecilia hay mucho más que extravagancia y personaje, sino una obra musical que florece, por ejemplo, en la notoria influencia abiertamente reconocida por Mon Laferte, la máxima estrella pop internacional chilena, y en su indudable aporte a la tradición del cancionero radial AM como pionera de la balada.
Su grandeza se empapa de una biografía con páginas de fulgor, cárcel, dolor, adicciones y enfermedades. Pero son las canciones enraizadas en nuestra cultura pop y la singularidad incomparable, las señales predominantes. Cecilia no solo tenía estilo propio junto a una voz privilegiada e inolvidable, sino que entendió antes que la mayoría de los artistas chilenos de su tiempo, que el escenario está para dar un espectáculo total.