Llegué a los libros de la artista Tracey Emin hace unos años y aún me seducen. Proximidad del amor, una selección de sus columnas, y Strangeland, su autobiografía fragmentaria, son contundentes e inolvidables. En ellos el pudor queda roto. Poseen la misma fuerza para graficar emociones que se encuentra en sus trabajos visuales. Son directos y crudos. Describe, sin ocultar sus contradicciones y temores, las heridas y ansias.
En su obra se repiten las figuras de la mujer sola y de las parejas acostadas. La soledad y el deseo son temas recurrentes, cuya expresión más evidente es My bed, la instalación de 1999 que la hizo célebre: una cama inmunda y desordenada junto a una serie de objetos (botellas de vodka, preservativos, ceniceros y tampones). En sus dibujos y pinturas crea atmósferas y retrata cuerpos que expresan melancolía y placer. Ocupa escasas líneas y manchas. La precisión es conmovedora. Su prosa es semejante, ya que con pocas palabras dispuestas con astucia, explica las secuelas de la fama y sus preferencias, pero sobre todo habla de su intimidad: los amores, el padre, la fragilidad y el desaliento que la inundan.
El sexo es una obsesión para Tracey Emin que va a explorar sin afectación. Lo aborda influida por Edvard Munch, Egon Schiele y Gustav Klimt. El gusto por el rigor y la ferocidad viene de la escuela expresionista a la que pertenecen sus precursores. Sus óleos muestran a hombres y mujeres enredados, besándose, uno detrás del otro, desmantelados por la pasión. Están esbozados con una nitidez que impresiona. Trazos de líneas negras, rojas, azules y cafés que contrastan con fondos vacíos.
En Strangeland se refiere a la necesidad animal de estar junto a otro: “Me embarga la necesidad de amar y ser amada. Quiero que mi mente se sumerja en la de otro. Quiero liberarme de la desesperación gracias al amor que siento por el otro. Quiero formar parte de alguien físicamente. Quiero fusionarme. Quiero estar abierta y ser libre para explorar todas las partes de esa persona, como si me estuviera explorando a mí”. Cuenta el romance que tuvo con un hombre casado: Abdullah, al que conoció en Turquía. Se va con él, enamorada, son felices, no obstante, acaban por separarse. Habla de su madre, quien partió a vivir con una mujer austriaca cuando ella tenía catorce años. En diversos pasajes declara la importancia de su padre. Repasa su visión de la masculinidad. Advierte que le gustan los machos. No los que necesitan pisotear para creerse potentes. Supone que tiene más testosterona que muchos tipos. Y concluye: “No hay nada menos atractivo que un hombre sexualmente débil”.
La inseguridad de Tracey Emin es consustancial a su carácter. De esta sensación de debilidad emana su energía. La vergüenza la va a llevar a pintar el desenfreno y a reconocerlo. En una columna anota: “He tenido arranques terribles de soledad, en los que dormir es por lejos la mejor opción, desaparecer dentro de mí, lejos del sentimiento constante de ser socialmente incapaz y todos los traumas. Lo más raro es que me doy cuenta de que no me conozco muy bien y que tampoco puedo confiar en mí. ¿Quién confiaría en alguien que no conoce? Especialmente alguien que ha pretendido conocerse durante años”.
Transformar el temor y el desengaño en arte es su mayor destreza. El video Por qué nunca llegué a ser bailarina, de 1995, es una prueba. Está armado con imágenes de Margate, el pueblo donde creció. Con una cámara Super 8 enfoca la playa, los pájaros, fragmentos de calles, letreros, juegos infantiles. Mientras narra con una voz áspera el despertar erótico, la sexualidad precoz explotada por sujetos mayores y abusadores, que terminarán diciéndole puta y obligándola a huir. El texto que lee viene incluido como un pedazo de sus memorias. Es un poema de pocas páginas en el que sintetiza una adolescencia cruzada por el placer y el abuso.
El desacato es una disposición que Tracey Emin reconoce e impone. La solvencia del oficio y la tendencia genuina a transgredir conviven en su estilo. Dibuja con líneas cargadas de arrojo libidinal. Elabora a partir de sus instintos. En Instagram se la puede ver en su estudio. No esconde ni sus enfermedades, ni su temperamento desafiante. Adora a sus gatos. Da la impresión de que no calcula; su estrategia consiste en registrar sus experiencias sentimentales con temeridad. Sus obras exceden los discursos y los intérpretes. Su soltura es elegante y radical. Busca plasmar los instantes de excitación y abandono. La ingenuidad y lo brutal son parte de su poética.
El año 2012 hubo una exposición de sus videos en el museo Malba de Buenos Aires. El título era How It Feels. Vi el montaje y quedé sorprendido por el manejo de los matices del yo. Jugaba con el exhibicionismo, lo vulgar y asuntos como el aborto. Leo en el catálogo a Fernanda Laguna, que se refiere al humor trágico de sus filmes. A mí me fascina su egolatría descarada, la ternura, el odio y la falta de solemnidad que revela. Nunca juzga a los demás. El género confesional, en sus cuadros y libros, lo ejecuta como si fuera una autopsia.