-¡Quién es Eduardo Parra!

Un militar grueso y bajo se asomó al interior el bus que en mayo de 1976 trasladaba a Los Jaivas a tocar a la localidad argentina de San Nicolás, al norte de Buenos Aires. Todo era fiesta, bromas y expectativas en el llamado Popol bus de la banda, hasta que una patrulla militar los detuvo para pedirles documentos e interrogarlos.

Parecía un ejercicio habitual en una nación que sólo unos meses antes había sucumbido a la dictadura del comandante en jefe del ejército, Jorge Rafael Videla. Sospecharían de nuestros pelos largos y de nuestro aspecto de hippies fervorosos, pensaron los músicos, pero todo llegaría hasta ahí, se bajarían luego para dejarnos seguir nuestra ruta.

Se equivocaron.

Aquel momento, fue el inicio de uno de los peores traumas en el historial del conjunto chileno que este 15 de agosto cumple 60 años. En particular, una pesadilla que golpea hasta hoy a uno de sus fundadores, el pianista y compositor Eduardo Parra, quien fue llevado inmediatamente a prisión por los oficiales trasandinos.

-Bájese inmediatamente del bus. Deberá acompañarnos a la jefatura

Según el libro Los caminos que se abren: la vida mágica de Los Jaivas, del periodista Freddy Stock, esa fue la orden recibida por el instrumentista para que abandonara el vehículo.

Parra sospechó lo obvio: aquí había una confusión de nombres, una maldita coincidencia que pronto tendría que ser aclarada. De seguro estaban buscando a otro.

En la lista de subversivos

Con esa idea en mente, bajo las órdenes y los gritos de los uniformados, fue esposado y subido a los empujones a un vehículo militar, para después ser llevado a la localidad de Zárate.

Sus compañeros pensaron igual: la mala fortuna sería pasajera y Eduardo estaría pronto de retorno con el grupo. Por lo mismo, con el bus lo siguieron hasta el reducto castrense, a la espera de mejores novedades.

Nuevamente se equivocaron.

Los hermanos del afectado, Claudio y Gabriel Parra, ingresaron al lugar y pidieron hablar con él para saber finalmente cuál sería su destino inmediato. “Al ingresar al cuartel lo vieron sentado en una sala, cabizbajo, vigilado a un metro por un militar armado como si fuera un extremista de alto riesgo”, narra el texto.

Al encargado le pidieron las explicaciones del caso, pero él respondió con un puñado de preguntas que los descolocó: ¿quién es la persona que les arrienda a ustedes la casa en Zárate? ¿Qué relación tienen con él?

Los Parra sólo atinaron a decir que era una residencia prestada y que no pagaban ninguna clase de arriendo. El militar no les creyó. Aún más, terminó por sepultar cualquier ayuda y empatía: “Ya que no quieren colaborar, simplemente les voy a ratificar que su hermano está en una lista de subversivos que andamos buscando. Va a ser imposible que lo saquen de aquí hasta que aclaremos todo este lío que nadie quiere”, les dijo.

Eduardo Parra se mantendría toda la noche en prisión. La recomendación de los militares para el resto fue que igual tocaran en San Nicolás, que mantuvieran su planificación artística de esa jornada, ya que no se les iba a impedir el espectáculo, por lo que podían montarlo sin inconvenientes.

Así lo hicieron. Aunque, claro, sin uno de sus integrantes esenciales, el concierto se convirtió en uno de los más extraños en los registros del quinteto. Un show de dientes apretados y con la mente en otra parte.

Al otro día, se dirigieron nuevamente al cuartel, pero esta vez no los dejaron pasaron. Los militares tenían estrictas órdenes de no dejar que nadie circulara por su alrededor.

A la embajada

En una era sin celulares ni internet ni teléfonos ni ninguna conexión de ninguna clase, ¿qué podían hacer? Los chilenos estaban en un trance crítico y desesperado. Elucubraban, con razón, que su camarada podía estar sometido a las peores condiciones de confinamiento.

Bajo esas circunstancias, para pedir una bocanada de ayuda, fueron hasta la embajada chilena en Buenos Aires.

¿Se equivocaron nuevamente? Es posible, pero esta vez no habría mayor salida. Claudio y Gabriel arribaron hasta la representación diplomática y dieron con un agregado militar que los escuchó sin demasiado interés. Tomó notas y archivó el caso. “Vuelvan en tres días y veré si hay novedades”, concluyó el responsable.

Tres días después, los artistas estaban a primera hora en el lugar. Pero los militares ya lo sabían todo: por tratarse de Los Jaivas, símbolos en Chile de una música de acento libre y tolerante, no podía tratárseles con privilegios. De hecho, el militar fue aun más rudo que la primera vez: los acusó de vivir todos en la misma casa, de no estar casados, de no enviar a sus hijos al colegio, de usar pelo largo, bigotes frondosos y barbas que parecían desaseadas. Todo era casi un escándalo.

“Vuelvan en una semana”, fue ahora la frase, aún más incierta y lapidaria.

En el lapso de siete días, los músicos se casaron en el Registro Civil, se afeitaron, se cortaron el pelo y dejaron por un tiempo en el armario su ropa florida a la usanza hippie. Ahora tenían un look mucho más “presentable” para pararse de frente a los hombres de la embajada.

-Sólo queremos saber qué pasa con Eduardo-, fue parte de su ruego.

El oficial les entregó algo de alivio: “Sólo les puedo decir que su hermano está vivo y que se está revisando su caso”. Eso si, para mantener la tensión, agregó que por ahora no podían dejarlo en libertad. “No les puedo prometer nada sobre el futuro de su hermano”, sentenció rotundo.

Aunque con un poco más de certezas, los chilenos igual seguían naufragando en un punto muerto.

Una desolación que no sería breve: el cautiverio de Eduardo se extendería por tres meses.

“Lo único que sé es que me detuvieron por culpa de una lista que se hizo con gente de Zárate que debía ser prisionera. Cada uno tenía su valor, su cantidad de tiempo para estar detenido. Por qué fui elegido yo, eso nunca lo supe”, relata Eduardo Parra en la obra de Stock.

Luego sigue: “En la comisaría de Zárate me vendaron para llevarme a una barcaza anclada en el Paraná que habían acondicionado como lugar de detención. Me tomaron de los pies y me arrastraron hasta su bodega haciendo que me golpeara con la cabeza en las escaleras. En la barcaza los militares de la región me conocían como un Jaiva. De hecho, en una ocasión estaba siendo transportado en la selva guaraní, colgado sobre un precipicio en una cable de acero -siempre con los ojos vendados- y me cantaban Mira niñita. Se reían”.

Hasta hoy, retirado de la banda desde 2009 por asuntos de salud, Parra se resiste a profundizar en demasía sobre aquel episodio. Forma parte de uno de los grandes dolores de su vida y nunca ha querido en entrevistas profundizar en los pormenores de su encierro.

Pero, ¿cómo lo pudieron sacar de la cárcel?

La estrategia y el fútbol

Una tarde, uno de los amigos del conjunto les comentó que existía un hijo de un alto oficial del Ejército argentino que compartía frecuentemente con los hippies porteños y que incluso había asistido a varios recitales de Los Jaivas. Podía ser la llave de acceso a la salvación de Eduardo.

Organizaron un partido de fútbol sólo para conocerlo. Sobre el final del encuentro, en el clásico asado que se organiza después del peloteo, Los Jaivas se acercaron sin mayores rodeos al joven, de nombre Pedro: “Tenemos a nuestro hermano de prisionero y necesitamos que nos contactes a tu padre para poder liberarlo. O al menos para saber de él”.

Pedro se sensibilizó con la historia. Sabía que era un caso que remecía como tantos a otros jóvenes y familias del cono sur en los plomizos días dictatoriales. Logró que su madre hablarA con su papá y así obtuvo más información: Eduardo había sido movido a un centro de detención secreta, pero estaba “bien”.

Pero el músico ha contado que, en ese sitio, acumuló casi 15 días sin comer, apenas alimentado por papas y con un flujo mínimo de agua. También había comenzado a alucinar, una reacción frecuente en personas bajo un tiempo largo de aislamiento. Todo con los ojos vendados, por lo que prácticamente no conocía a los otros reclusos ni a los guardias.

Hasta que ya no aguantó más: decidió fugarse.

Una noche, aunque tenía las manos esposadas y los pies amarrados con alambres, optó por arrancarse entre la espesura de la vegetación que abrazaba el lugar. “En el campo de tiro, ya conocía los movimientos de los guardias, la hora en que comían, dormían, hacían cambios de turno. Pronto aprendí a pasarme las esposas por delante de las piernas y así liberar los brazos”, cuenta en el libro.

De esa forma, Parra huyó entre las colinas sin mirar atrás, hasta que se topó con un fango casi impenetrable, cayó de cabeza y todo su rostro se llenó de barro. El cansancio y el hambre también hacían lo suyo: se sentía cada vez más débil. Y las alucinaciones: en su mente aparecían imágenes del Che Guevara como símbolo de libertad.

Naturalmente, lo descubrieron. Un helicóptero se posó sobre él. Un militar se acercó y le gritó algo ininteligible. Además, sacó una pistola y lo apuntó en la cabeza para matarlo. Hasta que, como si se tratara de una película, llegaron otros por detrás y le dijeron al hombre del revólver que se detuviera. Lo golpearon, lo remataron a patadas, le rompieron un par de costillas y la nariz.

El final

En minutos, estaba de vuelta en el campo de tiro. Al menos vivo. Quizás por los mismos contactos del hijo del alto oficial, el músico y poeta no fue fusilado en el momento tras escapar del lugar. En rigor, lleno de heridas, lo dejaron tirado, para que muriera a su suerte.

No pasó. Lo llevaron a un hospital militar y luego a la cárcel pública de Buenos Aires, donde pudo bañarse y, lo más importante, ver a su mujer y sus dos hijas. No las veía hace dos meses. Fue el hecho que lo revitalizó después de la penumbra.

A tanto llegó su entusiasmo que escribió el tema Milonga carcelaria, el que sería incluido muchas décadas más tarde en el disco Arrebol, de 2001. Era una respuesta a una canción que le había enviado Eduardo “Gato” Alquinta en sus meses en prisión, cuando el cantante diseñó las letras de En tus horas.

Con respecto a su experiencia anterior, el pianista vivía algo así como horas de mayor serenidad. Su salida incluso era cuestión de tiempo, gracias a los contactos que habían establecido Los Jaivas con Pedro. Pero otro hecho provocó un giro en la trama.

El ataque letal de la guerrilla a un alto jefe de seguridad del régimen de Videla provocó una fuerte ola represiva contra todos los presos políticos. Se les suspendieron visitas y algunas estimaciones como comer varias veces al día.

Parra fue trasladado a un penal de seguridad situado pampa adentro, a 80 kilómetros de Buenos Aires, encerrado en un lugar de siete pabellones con 200 celdas. “Había una letrina, agua y nada más”, rememora el músico. “Pensaba en la libertad, construía cosas literarias, traduje todo en literatura. Nunca tuve odio”, acota.

Por esos días, Eduardo supo que la posibilidad de ver la luz de forma definitiva era cierta. “Se va el Jaiva”, era el rumor que empezó a correr durante los recreos en prisión. Hasta que llegó el día que más había anhelado: sobre las seis de la mañana, un gendarme le abrió la puerta, le dijo que recogiera sus cosas y le lanzó una frase que hasta hoy no olvida. “¡Prepararse para la libertad!”.

El pianista se retiró por el pasillo bajo el aplauso de sus compañeros, muchos de ellos gritando “¡vivan Los Jaivas!”. Debió firmar unos papeles y se fue, aunque aún algo noqueado por las alucinaciones. Tomó un bus con destino a Buenos Aires y no podía creer lo que estaba viviendo.

En su residencia, lo recibieron familiares, amigos y, por supuesto, sus aliados de toda la vida en Los Jaivas. La felicidad era abrumadora. Pensaron que jamás lo volverían a ver.

Esta vez también se equivocaron: Eduardo, tras el capítulo más traumático de su vida, estaba de vuelta para ser parte de una familia que parecía infranqueable.

Tanto así que, según confirma el músico a Culto, estará de invitado este 15 y 17 de agosto en los shows que la banda dará en el Movistar Arena para festejar sus 60 años de trayectoria. Será un nuevo abrazo de reencuentro con sus hermanos de toda la vida.

Sigue leyendo en Culto: