“Estoy leyendo un libro nuevo que me regalaron sobre Salvador Allende”, dice el escritor y poeta Erwin Díaz (64), obra en mano, mientras se sienta en un viejo sillón, apostado en un largo corredor que comienza en la puerta de entrada y termina en los baños del local del cual es fundador y único dueño. Al frente le espera una taza de café dispuesta sobre una banca de madera que le fabricó un amigo mueblista, cuya firma invisible está en varios rincones del lugar.
Alrededor se acumulan pilas de libros, cuadernos, y lo que parece ser la evidencia de la noche anterior: algunas copas, vasos y platos sin lavar. A pocos metros está el pequeño escenario. Brilla el piso de madera bajo la iluminación cálida, también la batería de tres piezas y de un verde agua escarchado. Un piano de cola aparece de fondo. A sólo unos pasos, están dispuestas una docena de mesas. Una barra y una gradería de cinco escalones completan el entorno que, en estos momentos, luce vacío y silencioso.
Desde agosto de 2013, el Thelonious alberga de martes a sábado buena parte de la cartelera del jazz que se desarrolla en el país. Artistas locales de renombre como Roberto Dañobeitía, Félix Lecaros, Sebastián Jordán, Agustín Moya, Camila Meza y Milton Russell, suelen llenar la programación semanal. Algunos de ellos desde muy jóvenes.
Es el caso de Melissa Aldana, la laureada saxofonista chilena, de 34 años, se ha convertido en todo un crédito internacional, con nominaciones al Grammy y publicaciones en el legendario sello estadounidense Blue Note – donde firmaran artistas de la talla de Art Blakey, Miles Davis y John Coltrane.
Aldana era apenas una quinceañera cuando se presentó por primera vez en el Thelonious. Fue en la noche inaugural del bar, en la que también tocó Agustín Moya. “Fue una noche íntima, éramos prácticamente músicos y amigos de Erwin”, rememora el destacado saxofonista. Años más tarde, en 2015, Moya compartiría el mismo escenario con uno de sus ídolos, el famoso tenorista post bop de Nueva Orleans Brandford Marsalis.
Ese mismo año, el otro hermano Marsalis, Wynton, uno de los trompetistas de mayor nombre en la historia moderna del jazz, se presentó también en el Thelonious, acompañado de músicos chilenos como el histórico pianista Pepe Hosiasson y el contrabajista Milton Russell. “Me marcó mucho porque luego de tocar, recibí palabras muy generosas y alentadoras de su parte”, recuerda éste último, quien había debutado en el Thelonious en el 2006, cuando contaba con nada más que 16 primaveras.
“Es como una pequeña universidad”, dice Díaz, por su parte, sin ocultar el orgullo de ver crecer a algunos de los “mejores músicos del país”, los cuales, además, se han involucrado con el Thelonious en muchos más niveles que sólo el musical. En muchas ocasiones se encargan de recoger a los invitados internacionales – como Greg Osby, Rich Perry, Ingrid Jensen, Emmet Cohen y Danilo Pérez– en el aeropuerto, lo que a su vez les ha dado la posibilidad de compartir con ellos fuera del escenario e, incluso, granjearse una amistad, como es el caso del trompetista Sebastián Jordán y Wynton Marsalis.
En una ocasión, cuenta Díaz, “se me olvidó pagar la luz y la vinieron a cortar. Yo no estaba, pero el Milton Russell que estaba ensayando acá la pagó y nos salvó la noche”. El músico ríe: “Es real. Me ofrecí a pagarlo y Erwin quedó muy impresionado”. Esa complicidad, dicen quienes lo frecuentan, es parte de la esencia del Thelonious.
“Es como una casa familiar. El Thelonious se ganó el lugar que tuvo el Club de Jazz de Santiago en sus años”, asegura Agustín Moya.
Reconstruir la bohemia
Erwin Díaz es autor de las antologías 16 Poetas Chilenos – prologada por Enrique Lihn–, Poesía chilena de hoy: De Parra a nuestros días, y Los Dominios Perdidos – una selección de textos de Jorge Teillier–, además del poemario original Nieve en el fondo.
Tenía 14 años cuando las Fuerzas Armadas perpetraron el Golpe de Estado. Vivía en Conchalí, junto a su familia. Ya entonces, Díaz era un lector ávido y, con los años, las inquietudes de algunos de sus autores nacionales favoritos, como José Santos González Vera y Manuel Rojas, se hicieron propias.
“Tenía preocupaciones ciudadanas como la de recuperar el tejido social. Siempre pensaba en lo que escribían los viejos escritores acerca de que la bohemia santiaguina se había perdido. Me preocupaba que esa parte, que es súper importante para la sociedad porque se da en el tiempo libre de las personas, no existiera”, explica.
Las ideas de “recuperar la bohemia” y “reconstruir la noche”, se transformaron en una especie de leitmotiv en su vida. Algo que se reforzó durante su membresía en la Sociedad de Escritores de Chile, con la influencia de Gonzalo Millán y su libro La Ciudad, las lecturas de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, y los textos del filósofo nacional Humberto Giannini. Este último escribió de Santiago como una ciudad dividida, con barrios “que no se topan” y gente “que no se mira ni dialoga”.
De ahí que Díaz hable del Thelonious como una experiencia política. “La ciudad es para encontrarse. Y compartir un concierto ya es una forma distinta de habitar la noche. Aquí la gente puede conocerse. Los parroquianos se hacen amigos con otros parroquianos. Los músicos se hacen amigos con otros músicos. Aquí vienen de universitarios a gente mayor que vino siendo universitaria”.
Las caras nuevas también abundan y entre ellas, alguna vez, se contó la de Gabriel Boric – “antes de ser Presidente”– y la de los exmandatarios Eduardo Frei y Ricardo Lagos.
“La construcción de lugares sociales es el motor”, dice Díaz, quien anteriormente tuvo otros tres emprendimientos: la librería La Orquestra de Cristal – en alusión a Lihn–, luego El libro café, de cuyo nombre se desprende el proyecto, y finalmente, El Perseguidor – como el título de Cortázar–, un restobar con acogida al jazz que se podría considerar como un precedente. Coincidentemente, todos se ubicaron en Bellavista. “Siempre me gustó el barrio. Cuando era chico, cruzaba el puente y me sentía en otra ciudad”, comenta Díaz.
Una buena excusa
Hasta bien entrados los 20, para Erwin Díaz el jazz era un lenguaje ajeno del que sólo tenía conocimiento por Billie Holiday y Louis Armstrong. Lo suyo iba por el rock progresivo de bandas como Yes, Emerson Lake and Palmer, Genesis y, en un carril paralelo, la música clásica.
Fue gracias a la dinámica de intercambiar discos con su amigo José Agurto – el mismo que decora con sus muebles el Thelonious–, que el escritor se toparía con My Favorite Things, de John Coltrane. “Fue como entrar en un mundo maravilloso. Me fasciné”. Así como en su minuto la intuición llevó a Díaz a fundar la revista de poesía y cuento El organillo y, luego, el diario de la misma temática Ocio, esta vez lo empujaba hacia su nuevo descubrimiento: “Me di cuenta que faltaban lugares de jazz”.
El nombre Thelonious, tomado del legendario pianista estadounidense Thelonious Monk, apareció casi siguiendo el mismo azar, como si se tratara de una jam que crecía poco a poco en la cabeza de Díaz: “Fue un poco inconsciente. Después me di cuenta de que él era muy querido y respetado por sus pares. Fue un acierto”, asegura el protagonista.
Durante los ocho primeros años, el Thelonious abrió a diario ofreciendo doble funciones. En ese tiempo, pasaron dos socios que abandonarían el buque no mucho tiempo después de haberse subido. “Es muy complejo tener un proyecto cultural en términos económicos, no hay retorno rápido”, explica Díaz.
En el local trabajan diez personas ocupándose de la cocina, el bar, las mesas y el aseo, pero es Díaz quien se encarga de responder el teléfono, hacer sonido durante los conciertos y producir las transmisiones vía streaming que se ofrecen en ocasiones. “En otros lugares, los dueños delegan, pero la única forma de mantenerse es reduciendo los gastos al mínimo”, afirma éste.
Quizá eso fue lo que permitió al Thelonious sobrevivir a los efectos económicos tras la revuelta social y la pandemia, en gran parte, causantes del cierre de otros locales icónicos del sector, como el Bar Loreto.
Este año el local tendrá algo más de respiro. Por primera vez, sus actividades serán financiadas con fondos de cultura del Estado.
Lugar de jazz y algo más
El Thelonious está instalado en el número 336 de la calle Bombero Núñez, en Recoleta. “En la vieja Chimba, el lugar histórico del divertimento santiaguino”, sostiene su dueño. El arriendo de la propiedad se cerró la misma noche en que sus antiguos arrendatarios, una pareja de franceses, cerrara las puertas de su local nocturno, La Boheme. Ellos mismos hicieron el puente para que Díaz arreglara con los propietarios de la vivienda, una familia involucrada en el rubro textil, con largo historial en el barrio.
Se trata de una vivienda de fachada continua. Afuera, no hay mayor advertencia de su presencia. Sólo la pintura verde y un viejo letrero en su cumbre la distinguen de sus pares. El Thelonious crece casi en secreto, como una historia que es un rizoma, lejos de las modas y tendencias del momento que parecen devorar los barrios aledaños. Acaso camuflado por las luces y los guardias que decoran la entrada del club nocturno en la vereda de enfrente.
Tras ese sigilo, la música a diario. Los soleos de un saxo, la escalada de un piano, el cuerpo de un contrabajo, los redobles de una batería. El canto del Grupo Ortiga, o parte de éste, que casi por casualidad se presenta como invitado sorpresa del Ensamble Sudaka. Pasaron casi cinco décadas desde la última vez que actuaron en el país. Lo vio una treintena de personas, a finales de julio pasado.
“Somos un clásico, no un lugar de moda. Me mantengo en la trinchera, es lo entretenido de esto. Lo otro es muy fofo, muy fome. Esto me vitaliza”, dice Erwin Díaz, quien se prepara para las celebraciones de los 20 años del local, con funciones especiales del 15 al 19 de agosto.
El invitado de honor es Jim McNeely, pianista y compositor estadounidense, ganador de un Grammy, y que cuenta en su currículo con colaboraciones con figuras como Stan Getz. “Es como ver a Madonna… un regalito que nos podemos hacer toda la comunidad del Thelonious”, dice Díaz con cierta satisfacción.
En el recuento, el escritor dice que el Thelonious superó todas sus expectativas. Al año se hacen unos 500 conciertos, con la participación de cerca de 150 músicos al mes, y una concurrencia de 200 personas a la semana.
“El Thelonious es parte de la ciudad, es un club de jazz del mundo, y la entrada cuesta sólo 6 lucas. Rompemos la idea de que lo barato es malo. Y la gente lo agradece, porque está cansada de ser abusada”.
A la entrada del local, que también es la salida, una gran fotografía enmarcada sobresale. Se parece a una que en 1958 perpetuó el fotógrafo estadounidense Art Kane a través de su cámara y que lleva el título de “Un gran día en Harlem”. En ella 57 figuras del jazz, entre las que destacan Sonny Rollins, Lester Young, Charles Mingus, Gizzy Gillespie y Thelonious Monk, posan en el frontis de un edificio de uno de los barrios más fructíferos del género.
Pero la locación de esta fotografía está situada a 8 mil kilómetros de Nueva York y a medio siglo de distancia. Con el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago de fondo, una cincuentena de jóvenes músicos – y no tanto– posan alegres para la cámara. Eran los primeros días del Thelonious. La familia ha crecido, pese a que algunos ya no están presentes.
“El jazz es colaboración, es una maravilla que va contra el individualismo, es una competencia en unión”, reflexiona Díaz mientras comienza a llegar el equipo de trabajo. Hora de preparar una nueva función.