Las canciones acogen pistas elocuentes sobre el tiempo en el que surgen. Ningún otro invento humano puede sintetizar con tanta brevedad y alcance masivo datos sobre ideas, emociones, aspiraciones y formas de convivencia en un determinado contexto. El canto acompaña la pequeña historia de las sociedades, pero también los grandes relatos de sus más profundos procesos; es cosa de pensar en la causa antirracista y el soul, o en las fusiones que los migrantes han convertido en ritmo y melodía.
Por eso se hace extraño que en los muchos foros, debates, entrevistas y reportajes que en estos días vuelven sobre las circunstancias y efectos del Golpe de Estado en Chile, en general no haya músicos invitados (ha habido excepciones, pocas).
El cientista político compartirá estadísticas, la historiadora expondrá referencias certeras, los antiguos militantes podrán retratar el mapa social de nombres, caras, jerarquías. Pero a la crónica tanto del gobierno de la UP como del quiebre democrático y su tragedia posterior puede aportar también la escucha de canciones que hace medio siglo registraban con contundencia vaivenes acaso inasibles, pero no por eso irrelevantes en el paisaje social: el compromiso y luego la sensación de derrota, la épica colectiva y la denuncia, el vuelo de la disidencia y también la furia en la discusión irrenconciliable.
Lo más evidente está en la Nueva Canción Chilena, y no sólo en sus canciones, sino también en las entrevistas, columnas y -más tarde- libros y documentales a cargo de sus protagonistas. De hecho, ningún otro género ni subgénero musical ha tenido en nuestro país a tantos creadores dispuestos a ponerles orden a sus propias memorias para la difusión pública: los libros sobre el período que en primera persona han firmado Patricio Manns, Horacio Salinas, Isabel Parra, el Gitano Rodríguez, Ángel Parra, Eduardo Carrasco y Jorge Coulon son referencia fundamental en la comprensión de la renovadora potencia creativa de esos años, pero también de las frustraciones y puntos ciegos que también tuvo la música puesta al servicio de una gran causa.
Los mayores himnos del período (tanto Venceremos como El pueblo unido nacieron con una intención política concreta) articularon un triunfalismo que a partir del Golpe ya no podía seguirse cantando como promesa. Necesitan entenderse también esas paradojas, que la Nueva Canción expone y muchos de sus autores han pensado con lucidez.
1973 fue también en Chile un año de hasta entonces inaudita exploración en el rock, de una bohemia viva en torno al jazz, de orgullo de clase a través de la despreciada “canción cebolla”, de conquistas asombrosas para las orquestas infantiles y juveniles, de promoción internacional que, en algunos casos, afirmó a voces tan talentosas como osadas. Aunque los militares se ensañaron particularmente contra la canción de contenido social, sus bandos y medidas represivas también hirieron de muerte (en algunos casos, de modo literal) a ese florecer musical irrecuperable. El debate de estos días haría bien en acoger también esa escucha reveladora.