Hasta 2018, previo al estreno de la serie biográfica en Netflix, dominaba la imagen de un Luis Miguel prácticamente ermitaño, una especie de Howard Hughes del pop y la balada latina prototípico del siglo XX reacio no solo a los medios, sino la gente en general; un tipo insondable envuelto en rumores sobre descalabros en la vida privada, con problemas financieros y de salud. El Sol de México se cubría de borrascas crecientemente y su reino marchitaba.
El astro nacido en Puerto Rico se asemejaba cada vez más a su mayor ídolo, Elvis Presley. La dinámica entre la grandeza y el declive corrían por carriles similares. Tras tocar el cielo de la fama viviendo entre mansiones, aviones y hoteles, la adulación por el aspecto de un Adonis, y el reconocimiento máximo gracias a un talento asombroso -el vértice en un cancionero plagado de éxitos y ventas millonarias-, Luis Miguel había iniciado un descenso definitivo a la ramplonería con discos cada vez más difíciles de retener, debido a un carácter musical tempranamente avejentado.
Los boleros y las rancheras fueron un justo tributo a las bases de la balada romántica, pero también se transformaron en arenas movedizas para su creatividad y curiosidad. Musicalmente, Luis Miguel no ha cruzado la puerta del nuevo milenio y, por ahora, nada indica que tenga intenciones de refrescar su propuesta. Con 53 años, es un museo viviente de cómo se cantaba al amor a mediados del siglo pasado.
La imagen de playboy había dado paso a una especie de caricatura de sí mismo sostenido en un peinado de gruesas patillas, encasquetado como figura de Playmobil; el rostro abotagado de opaco bronceado; los ojos como rendijas ensombrecidas, coronando una sonrisa automática sin rastro de gozo genuino. Un acto reflejo después de tantos años fingiendo que todo iba bien y bajo control en una trayectoria única y sin rivales, finalmente solitaria.
Ahí están los videos de hace cinco años en el Auditorio Nacional de Ciudad de México, con acusaciones de presentarse borracho y drogado en escena, en conciertos desastrosos iniciados hasta con hora y media de retraso, sellados por abucheos y decepción de fanáticas que han crecido y madurado con él, arrulladas en su imaginario romántico por más de 40 años.
Aquellas citas en directo representaban un reencuentro con el público y los medios, tras la resurrección sembrada por la exitosa serie protagonizada por Diego Boneta, estrenada en abril de 2018. Sin embargo, no solo lucía errático olvidando las letras sino que su mayor bien -la extraordinaria voz-, parecía fuera de forma más que gastada, parte de las costumbres de quien normaliza el aplauso sin reproches.
Luis Miguel tenía el boleto de regreso triunfal en sus manos gracias al efecto humanizante del drama con su nombre en Netflix; la brutal confirmación de los rumores que circularon por décadas en el barrio latino, explotado y maltratado por su padre, mientras la mamá era víctima del despiadado esposo para luego desaparecer sin dejar rastro.
Lejos de redimirse, en la serie el cantante repetía como adulto patrones similares con sus seres queridos, mediante manipulaciones y la indiferencia como castigo, con el alcohol de copiloto inamovible.
En esos shows, Luis Miguel jugó a la ruleta rusa y finalmente se dio un tiro en los pies. En vez de capitalizar la empatía que el público experimentaba por conocer sus dramas, evadió el abrazo con desdén, bajo esa suficiencia que el diario La Cuarta resumió en un apodo chilenísimo: chupete de fierro.
El festival de Viña del Mar barajó su nombre para celebrar los 60 años del certamen, finalmente descartado ante la evidencia del bajo momento y el riesgo de un fiasco. Como una especie de tapabocas, Luis Miguel se presentó en Chile en febrero de 2019 en el Movistar Arena con un montaje superior al último paso de 2015 con shows flojísimos. Aún así, lucía lejos de sus mejores días. No parecía cómodo.
Fue el público, esa audiencia sin relevo que envejece con él, responsable de guiar el temperamento del espectáculo, para que el mexicano no sucumbiera a tics y arrebatos, la gran mayoría por su obsesión con el sonido y el eterno calvario de sus ingenieros. Las fanáticas lograron apaciguar su carácter agrio coreando sin descanso, como una forma de reafirmar la fidelidad y el cariño.
El chico dorado de la adolescencia con una voz platinada, ahora es un hombre de mediana edad vapuleado por la vida. A pesar de una existencia completamente extraordinaria, la deidad dio paso al ser humano con miserias como cualquiera.
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La distancia mediática de Luis Miguel no siempre fue así. Hasta mediados de los 90 solía dar entrevistas y participar de programas de televisión, incluyendo la memorable aparición en Siempre lunes de Antonio Vodanovic en TVN en 1989, con grueso maquillaje simulando bronceado en drástico contraste con la dentadura blanqueada hasta el absurdo; y la conversación con el panel de Viva el lunes en Canal 13 en 1997, donde el mexicano devolvió con maestría de tenista clavando en un ángulo, un chiste cavernario de Álvaro Salas sobre la estatura de Armando Manzanero.
“Si tú puedes medir su altura de la cabeza al cielo”, replicó, “yo creo que es más alto que tú”.
Las imágenes de su seguidilla de shows en Buenos Aires que mañana se trasladan al Movistar Arena, exhiben la renovación pendiente tras la serie. Luis Miguel parece recuperado -rejuvenecido y vital-, al punto de levantar sospechas sobre el uso de dobles y pistas, con asistentes a los conciertos manifestando sorpresa en redes sociales porque durante largos pasajes canta con el micrófono a distancia, impresiones replicadas mediáticamente como si se tratara de verdades suficientes para albergar dudas sobre su identidad.
Para sus seguidores de largo aliento no es novedad alguna y, por cierto, basta ver sus numerosos videos en directo almacenados en Youtube, para advertir que se trata de una de sus rúbricas en el escenario, haciendo gala del poder y la intensidad de su caudal y la capacidad interpretativa. Es el último gran crooner en nuestro idioma.
Luis Miguel despierta aún nuestra atención como un astro único que ha transitado entre la máxima gloria y la tragedia, como un niño en una burbuja al que vimos crecer y florecer, mientras los rumores acechaban sobre un infierno en bambalinas. Fuimos testigos de una década prodigiosa como los 90, para que su estrellato se confirmara como un capítulo único e irrepetible en la historia del pop en español, a distancia sideral de cualquier sombra de competencia. Sus videos eran verdaderos acontecimientos, como sucedió con La Incondicional y Entrégate.
Observamos, como si se tratara de una versión alternativa de The Truman Show (1998), con el protagonista consciente de la realidad mediatizada y televisada, que Luis Miguel se recluía progresivamente, con regresos al escenario cada vez más discretos y chatos, un trámite por cumplir en una existencia convertida en loop.
Ahora regresa en forma tal como Elvis lo hizo en el especial de televisión de 1968, el segundo aire de su carrera hasta que a mediados de los 70 la caricatura se sobrepuso al glamour de la estrella.
Quizás opera el morbo para aún seguir pendientes de Luis Miguel; saber si se recupera, si sigue cayendo, o se mantiene en una trayectoria crucero cantando una y otra vez la infinidad de éxitos de su repertorio, ataviado con un traje mientras el calendario avanza.
El nervio dramático en torno a su vida continúa en tensión. La tragedia y la gloria van de la mano en su figura única. Entre medio, si está de buenas, Luis Miguel interpreta como el dios que suele ser en el escenario, donde sigue brillando sin comparación.