¿Cómo inicia su show un ser humano rebautizado como “el Sol”, el astro rey más poderoso de nuestro sistema planetario, del que depende la vida sobre la Tierra?
Luis Miguel lo tiene claro: con una síntesis de su propio origen, desarrollo y fulgor. Si él es el sol, aquí está su recorrido por el universo.
A las 21.00 horas, la imponente pantalla gigante que cubre la parte trasera del Movistar Arena -de 15 x 15 metros, de mayores dimensiones a las habituales en los shows del lugar y de definición espectacular- amplifica secuencias de toda su trayectoria, desde el joven de mirada terca, dentadura imposible y pelo enmarañado que conquistó Latinoamérica en los 80 y los 90, hasta el adulto del que hoy seguimos flechados, a los 53 años, preguntándonos si usa dobles o por qué es capaz de vender diez arenas en un chasquido de dedos.
El video, claro, remata con la imagen de un gran sol acercándose imponente hacia la audiencia.
Porque sí, aquí está. El Luis Miguel real, el sol sobre los mortales, ya aterriza bajo los focos. El mexicano aparece sobre el escenario con riguroso traje negro y corbata oscura sobre una camisa blanca, visiblemente más esbelto que en su anterior venida de 2019, desatando el delirio con una versión más ralentizada de Será que no me amas, ese hit cogido del Blame it on the boogie de The Jacksons y adaptado a nuestra lengua por el eterno Juan Carlos Calderón.
Todo secundado por una banda que exhibe sus dotes desde un inicio, con sonido prístino e impecable, integrada por tres coristas, cinco vientos, dos tecladistas, guitarrista, bajista, percusionista y baterista.
Además, en el montaje es palpable otro detalle, casi atípico en cualquier estrella de la música: en los costados del escenario hay dos pantallas en cada extremo, direccionadas hacia el propio artista, las que van reproduciendo todo su espectáculo y sirven para que él mismo pueda ver el curso de la velada.
Seguramente, en ese efecto espejo, esta noche Micky vio algo singular. Porque el sol brilla, pero a veces también está en rodaje. Desde el despegue, se mostró con una evidente tos consecuencia de un molesto cuadro viral precipitado por el invierno del cono sur. Incluso durante la tarde surgieron versiones que apuntaban a que debió tratarse la dolencia en sus primeras horas en Santiago.
Como fuere, tosió en muchas oportunidades, dando la espalda al público para disimular la molestia. En varios momentos también debió tomar agua -había dos vasos sobre una mesa en la mitad del montaje- para alivianar una garganta que se notó tambaleante y exigida. No era el caudal atronador de siempre. Ya había mostrado los mismos ripios en sus últimos shows en Buenos Aires, la escala previa a su desembarco en la capital.
Al público, eso si, le dio lo mismo. Porque el recital precisamente está pensado como un obsequio para el fanático y la fanática histórica, aquellos que le declaran devoción desde sus días de gloria, quienes precisamente han crecido con su obra. Son los mismos que esta noche repletaron el recinto del Parque O’ Higgins, sin que exista una numerosa renovación generacional.
Por lo mismo, el concierto sigue con Amor, amor, amor, Suave y Culpable o no -una ráfaga de himnos-, donde por primera vez intenta dejar atrás sus tropezones interpretativos para ejercitar una dramática inflexión vocal que espante los fantasmas de la noche. Te necesito y Hasta que me olvides también muestran otro cariz: saluda a la audiencia, apunta hacia los sectores de platea e incluso aplaude al respetable sobre el final de las canciones.
El sol es humano: tose, carraspea, toma agua y agradece.
En esa misma química, en Dame los músicos encargados de los vientos bajan de su tarima para acompañar al intérprete a su lado, prendiendo una fiesta que ya está desatada.
Luego, el ambiente se torna tenue y llega el minuto de los boleros con un bloque donde pasan Por debajo de la mesa, No sé tú y Somos novios, entre otras piezas, acompañado de un set de cuerdas que le dio mayor espesor a las composiciones.
Está claro que Luismi no está sólo. Para resaltar aún más el sitial que ocupa, se da el gusto de interpretar duetos con dos leyendas definitivas del siglo XX que ya no están. Por un lado, se larga a cantar Sonríe con Michael Jackson en las pantallas, la estrella con la que siempre quiso colaborar en las postrimerías de los 80, en una alianza que por inoperancia de su manager y padre, Luisito Rey, no se pudo materializar (de hecho, al parecer fue la una de las grandes causas de la ruptura entre ambos).
Luego, turno para “la voz”: Frank Sinatra surge de modo virtual con Come fly with me, una canción que sí alcanzaron a grabar juntos a mediados de los 90.
Pero la noche es de Micky. Con una voz que sigue afectada, retoma sus grandes joyas en versión popurrí y se lanza con las incombustibles Un hombre busca una mujer, Cuestión de piel y Oro de ley, para después agrupar Fría como el viento, Tengo todo excepto a ti y Entrégate.
Ya el show entra en su tranco definitivo. Igual que cuando la carrera de Luis Miguel ingresó a la madurez e hizo esto: homenajear a la música mexicana tradicional, los sonidos vernáculos de su nación, la gran raíz junto al bolero de la posterior balada en español.
Es lo mismo que hace en el concierto con una sección de 14 mariachis con los que desenfunda La Bikina o La media vuelta.
Para el epílogo, y vestido ya con camisa negra y sin corbata, el boleto se corta hacia sus éxitos imberbes de juventud. La travesía hacia la cuna de su fenómeno. No me puedes dejar así, Palabra de honor y La incondicional se resumen en un mix, mientras que en el siguiente aparecen -después de Te propongo esta noche- Ahora te puedes marchar, La chica del bikini azul, Isabel y Cuando calienta el sol.
La jornada de una hora y 45 minutos -más acotada que algunas de sus citas en Buenos Aires, que se prolongaron por más de dos horas- es casi redonda, salvo por los baches que torpedearon su garganta. Aún quedan nueve fechas y el desafío es alto.
Pese al pequeño entuerto, la imagen que deja Luis Miguel arroja saldo positivo: muestra gran despliegue físico, con movimientos pélvicos y con las patadas al aire que ya son parte de su genética escénica; su banda es imbatible y replica con clase y excelentes arreglos un catálogo que no marchita la escalada del calendario; sus enojos de antaño, sobre todo con los ingenieros de audio, parecen pretéritos y sepultados, con su transmisor de micrófono inalámbrico apretujado fuerte en su mano, mostrándose casi siempre feliz, complacido, agradeciéndole a las primeras filas, arrojando besos para todos lados. Lo entregó todo pese a cualquier coyuntura.
El Sol, aunque a veces pareciera perder algo de resplandor, nunca deja de deslumbrar.