Zalo Reyes se presentó en el Festival de Viña de 1983 y fue un hito telúrico: su desparpajo, su gracia, su empatía y su talento prácticamente no dejaron indiferente a nadie. Actuó dos noches y se llevó todos los premios. La gente empezó a pedir la Antorcha incluso antes que culminara la tercera canción y cuando recién había saludado con un “buenas noches”.

Y eso que en esa misma cita estuvieron José Luis Perales, Ana Belén, Paloma San Basilio y Los Jaivas. Desde su estilo, pareció barrer con todos.

El suceso, eso sí, ya llevaba un tiempo incubándose. El año anterior se había convertido en uno de los invitados más llamativos y populares del estelar Noche de Gigantes, de Canal 13, suerte de apéndice más distinguido de Sábados Gigantes y también a cargo de Don Francisco.

Ahí, se largaba a hablar de su experiencia girando por el interior de Chile, las anécdotas con las que se topaba en el sur profundo, donde por ejemplo compartía periplo con el Tony Caluga: eran historias y narraciones que casi no se veían en la engolada TV nocturna de esos años en el país.

“Ponen unas mesas con flores, tienen un alcalde... son alcaldes con blue jeans, pero es un alcalde”, contaba ante las risas de los presentes en el set.

Por todos lados los medios se hacían eco de su fenómeno e intentaban analizar una figura tan atípica como singular para la sociedad chilena de esos años.

La revista Vea fue una de aquellas que más intentó ponerle lupa al cantante. Según describe el libro Llora, corazón. El latido de la canción chilena, de la periodista y columnista de Culto Marisol García, la publicación desplegó en marzo de 1983, luego del bombazo de Viña, un “informe especial” relativo a Reyes, con portada y cinco páginas consagradas al “hombre tras este boom criollo”, según presentaban.

En el texto se recogían distintas opiniones de admiradores o especialistas, tan diversas como el director de televisión Gonzalo Bertrán (”indudablemente aquí hay un fenómeno sociológico interesante”), el dibujante Jorge Dahm (”me gusta mucho más que Julio iglesias, un cantante dulzón, quejumbroso y melifluo”), la cantante Patricia Maldonado (”es mejor imitador y contador de chistes que cantante”), el escritor Pablo Huneeus (”él no es parte de la cultura de todos”) y el más conocido de los profesores de los profesores de Derecho constitucional en actividad en ese entonces en el país, el posteriormente senador Jaime Guzmán Errázuriz.

Crédito: Archivo Histórico / Cedoc Copesa

En sus palabras, Guzmán decía: “Si bien no ha definido aún su personalidad artística, creo que tiene condiciones innatas, excepcionales y variadas para triunfar. Es poseedor de una gran autenticidad y una personalidad avasalladora poco frecuente en los chilenos, que lo hace comunicarse muy bien con su público. A esto hay que sumarle una habilidad natural para comprometer a la gente en lograr el éxito de su presentación. Sabe hacer sentir a los demás la necesidad de que a él le vaya bien. Esto es muy sutil pero a mi juicio muy importante”.

El entonces fundador del Movimiento Unión Demócrata Independiente culminaba su pequeña reflexión con una expresión de lo mejor para el futuro: “Deseo que le siga yendo muy bien”.

Y así fue. Pero no sólo se trató de un éxito artístico. La figura del Gorrión de Conchalí se siguió agigantando de forma transversal y otras personalidades muy distintas, como el escritor Pedro Lemebel, también lo elogiaron.

En su libro De perlas y cicatrices, de 1998, narró cómo Zalo Reyes se infiltraba en ambientes que no le pertenecían y hacía de las suyas.

“Al correr los años ochenta, donde retumbaban las bombas y las barricadas de las protestas, esa melancólica promesa no se cumplió. Y Conchalí vio partir a su Gorrión entusiasmado con el éxito en aquella televisión programada por el guante sucio de la dictadura. Ahí, en el circo refinado de la pantalla, en esos shows estelares donde gorgoreaban baladas la Simonetti, la Maldonado, el Zabaleta o los Quincheros. En esos programas desde el Sheraton, en el salón L’Etoile, en el barrio alto, el Zalo era el picante simpático que entretenía a los cuícos que tomaban whisky diciendo para callado: ¡enfermo de chulo este gallo, María Fernanda, pero es re amoroso!”.

“En un conocido espacio de alto rating nocturno, animado por César Antonio, el viejo muñeco fifí de la pantalla, el señor Corales de los cumpleaños de Pinochet, el mismo conductor pirulo amigo de Zalo, quien lo invitó a participar de una experiencia hipnótica. Y para todo el país, conciente o no, Zalo Reyes se sometió al incierto juego de un, dos, tres, duérmase”.

“Entonces, el hipnotizador, un español que se gana la vida con el show del sueño, le dice a Zalo: usted está dormido, profundamente dormido, pero tiene hambre, hambre de comerse una manzana, una roja manzana que tengo en mi mano. Cójala, es suya, cómasela. Pero el mentiroso hipnotizador le pasó a Zalo una cebolla, una enorme cebolla que el cantante mordió con ganas, chorreándose la camisa con el jugo picante que corría por sus dedos. Y siguió comiendo y mascando, embetunándose entero con las amargas lágrimas de esa cebollera humillación. Como si el mote de cantante cebolla, que le puso el riquerío, se devorara a sí mismo, en una grotesca y cruel escena”.

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