Columna de Marcelo Contreras: Los Tres, la sangre vuelve al cuerpo
Los Tres regresan y es la mejor noticia de la escena chilena desde el anuncio del retorno de sus alumnos aventajados, Los Bunkers. Nunca cuajó la vuelta de 2006 sin Francisco Molina, insustituible en la batería por la muñeca, los acentos y la pausa como un mediocampista de excepción.
Hace 30 años Los Tres desataron una relación inédita con la audiencia, la industria y la prensa, una especie de enamoramiento transversal del público y la primera generación profesional del periodismo musical, encantando con un grupo genuinamente chileno, canchero, comprometido en un dinámico rescate de las raíces, y nostálgico del pop rock de los 60.
En una década como los 90, cuando comenzó seriamente el reciclaje de otras épocas y lo vintage se hizo cool -Pulp fiction (1994) sintetiza ese espíritu-, Los Tres sintonizaban perfecto. La mejor música ya se había hecho. Sólo cabía inspirarse en ella y mezclarla.
Se convirtieron rápidamente en banda sonora de la generación universitaria de la Transición. Sus canciones codificaban generosa data entre la ejecución exquisita gracias al virtuosismo jazz de Ángel Parra y Pancho Molina; el férreo anclaje de un conocedor de las profundidades del ritmo como Titae Lindl, y el fenomenal talento compositivo de Álvaro Henríquez, dueño de un conocimiento musical enciclopédico, melómano profundo en músicas pretéritas con opción de enlace al primer rock, la primera psicodelia marca Beatles, una cueca encuadrada en un bar, una balada electrificada, blues; lo que fuera entre los 40 y los 60. Lo hacía cantando con una prestancia atípica en las voces populares chilenas, y una pluma altiva y distinguida. Henríquez poseía temperamento y melodía, presagiando el impacto de su canto desde el debut, el augurio de He barrido el sol:
“Con mi voz de plata haré temblar, romper los cristales llorar, esperar”.
El líder de Los Tres encarnó al rockstar a la usanza del siglo XX y se dio con todo. Tuvo romances publicitados y aplicaba freno para desbandarse nuevamente rumbo a los recovecos del sexo, las drogas y el rocanrol con la acidez de Lennon, adulado por la prensa que los ungía como el verdadero rock, mientras La Ley era la versión plastificada.
La fantasía tuvo un costo. Cuando Los Tres llegaron a México en plan promocional con todas las fichas de Sony, creyeron que los reporteros quedarían prendados de inmediato, tal como en Chile. Se pusieron densos, cayeron mal. Las ventas de sus discos fueron discretas.
Los Tres regresan y es la mejor noticia de la escena chilena desde el anuncio del retorno de sus alumnos aventajados, Los Bunkers. Nunca cuajó la vuelta de 2006 sin Francisco Molina, insustituible en la batería por la muñeca, los acentos y la pausa como un mediocampista de excepción. Su ausencia marcó el fin del swing en Los Tres. La posterior salida de Ángel Parra desdibujó aún más el retrato original.
Los títulos sin la alineación completa fueron pálidos comparados a la sólida discografía de los 90, con al menos tres álbumes entre lo mejor del rock chileno de todos los tiempos.
Seguían siendo sólidos en vivo, un impecable wurlitzer en directo; pero la ausencia de la mitad de los históricos era una cojera.
Por trascendencia y escuela, Los Tres es la banda más influyente de los últimos 30 años en Chile. Recuperaron la cueca del imaginario de la dictadura, amordazada al contorno patronal. Ningún fondo concursable de cultura ha hecho un rescate de tal magnitud y proyección en el tiempo, el orgullo nacional remecido por la raíz redescubierta, en una evolución natural del folclor como es la cueca chora.
Para las generaciones que nunca vieron a Los Tres en su verdadero empaque, será el momento de experimentar qué significa el aplomo cuando se domina el arte de la canción popular, con las mejores herramientas interpretativas de la mano de un compositor de excepción.
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