Columna de Marisol García: Pueblo, conciencia y ritmo
La carga de la herencia afro instaló a De Kiruza desde un evidente contraste con la canción local; y por mucho que su actitud, arrojo y convicciones pudieran ser coincidentes en fondo con los del Canto Nuevo, jamás de los jamases iban a serlo en forma.
Incluso desde el más ancho librepensamiento, cualquier intento por fijar una identidad nacional será siempre una reducción. Las ideas que cada uno pueda tener en torno a “lo chileno” son legítimas como tales, por supuesto, pero a la vez particulares, selectivas y parciales.
La identidad cultural no existe (2017) es el título de un libro del filósofo francés François Jullien que vuelve a recordarnos lo que ya estaba -más cerca- en el estupendo Identidad chilena (2001), de Jorge Larraín: hablamos de asuntos esencialmente dinámicos, y por lo tanto inatrapables. Es algo que el buen observador acoge, pero que el patriotero resiste.
Un libro recomendable para estas Fiestas Patrias es, por eso, Pulento destino, crónica en formato de “historia oral” en que el periodista Daniel Rozas ordena el recorrido del grupo chileno De Kiruza, con énfasis en las vicisitudes en torno a su primer cassette, registro autofinanciado tan asombroso como atrevido para el Chile de 1988 (recordado, sobre todo, por Algo está pasando, insuperable retrato de un temible agente de la CNI en pulso funky).
De Kiruza no vendió poco pero se pirateó aún más (“un álbum bisagra de la música afrochilena; un punto aparte en la música nacional”, se lo describe al inicio), pero sobre todo consiguió instalar una propuesta de baile y de protesta política tan heterodoxa que terminó por alumbrar lo que más tarde conseguirían levantar no sólo el hip hop chileno todo, sino también el ánimo desde el cual articulamos la protesta y denuncia social.
“Un carnaval en directo de fusión multicultural, ecléctico, que reflejaba los cambios musicales que sucedían en el mundo, logrando que la gente bailase con alegría y sin miedo el réquiem de la interminable noche de la dictadura”, anota el autor antes de darles voz a todos quienes participaron de esa primera etapa y a fans profundamente influenciados por su sacudida, de Quique Neira a Jimmy Fernández.
La carga de la herencia afro instaló a De Kiruza desde un evidente contraste con la canción local; y por mucho que su actitud, arrojo y convicciones pudieran ser coincidentes en fondo con los del Canto Nuevo, jamás de los jamases iban a serlo en forma. Basta leer la anécdota sobre la vez en que el grupo antecedió en un mismo escenario de Rancagua a Quelentaro: “Ahora van a ver lo que es arte”, creyó necesario prometerle a la audiencia el dúo, categóricamente en las antípodas.
A favor, un vocalista superdotado, un guitarrista de vocación cosmopolita, un percusionista sin frenos, y, en fin, un país necesitado desesperadamente de asociar proclama y disfrute. En contra, las dificultades atávicas de la creación desprejuiciada. Piensa uno en el debate constituyente en desarrollo, tan preocupado en asociar la defensa de la patria a las tradiciones del Valle Central y lo que sea sean “las buenas costumbres”. Quizás lo que le ha faltado no sean argumentos sino que buen ritmo: eso también es chilenidad.