En 1993 la muerte rondaba la cotidianidad de Kurt Cobain, el trágico líder de Nirvana, miembro singular del fatídico Club de los 27, el único decidido a autoeliminarse. Mientras concedía entrevistas asegurando que la heroína era un capítulo cerrado, el día a día dictaba un panorama completamente distinto. Puñetazos al torso, agua fría, caminatas a rastras y suministro de narcóticos ilegales; ante cada sobredosis, su esposa Courtney Love y el círculo íntimo reaccionaban como experimentados paramédicos.
El suicidio era recurrente cuando hablaba con periodistas. Obsesionado con la muerte, desistió titular el tercer álbum I hate myself and I want to die -finalmente In utero, publicado el 21 de septiembre de 1993-, por insistencia del bajista Krist Novoselic, preocupado ante eventuales demandas. El anhelo de morir sólo competía con la fijación por fetos, úteros y el cordón umbilical, el link a la matriz frente a la vida que lo superaba.
Kurt Cobain había buscado el camino hacia el estrellato rockstar con absoluta determinación. Las respuestas a la prensa cargadas de ingenio, acidez y honestidad solían estar ensayadas. A pesar de la puesta en escena indie y espontánea, su obra era producto de un trabajo editado con prolijidad, donde la fama era descrita como un estorbo. Pendiente de la rotación de los videos de Nirvana en MTV, reclamaba de inmediato si creía que tenían pocas pasadas.
“Música falsa”, sentenció respecto del rock recocido de Pearl Jam. Cobain conocía a Stone Gossard y Jeff Ament desde Green River, pioneros del sello Sub Pop donde Nirvana prendió motores. En su opinión, Ament era un trepador y “lameculos”. Pidió no ser asociado a la banda de Eddie Vedder en la entrevista a Rolling Stone en abril de 1992, donde posó con una polera que decía “las revistas corporativas aún apestan”. Al mismo tiempo, era la estrella DGC Records, subsidiaria del sello de David Geffen, que no era precisamente representativo de la cultura independiente.
El grunge y el rock alternativo auspiciado por MTV le habían puesto una buena patada al metal travesti y vacío, sacándolo de la escena y los rankings. Pero, tal como se queja el personaje de Mickey Rourke en El Luchador (2008), la diversión asociada al rock se esfumó. Bandas con un pasado coqueto con el glam metal como Alice in chains y Pantera se endurecieron convenientemente. La muerte, la alienación y una visión negativa y fatal de la existencia, fueron asumidos como divisa lírica y estética.
Desde mediados de los 50 con el estallido revolucionario de Elvis Presley, el rock había atravesado por todos los estados emocionales posibles, encarnando el cachondeo, el romanticismo y la energía adolescente desbordada, para enfilar en los 60 de la mano de los Beatles y los Stones hacia filigranas creativas que gatillaron otras alturas, expresando diversos matices del carácter humano, incluyendo el amor, el sexo y la experimentación.
El rock se hizo blando, duro, agresivo, romántico y bailarín en las siguientes décadas; pero ya a inicios de los 80, tras 25 años de reinado en la cultura pop, había evidencias de un envejecimiento prematuro. “No es más que pasado reciclado”, declaró Mick Jagger a Rolling Stone en agosto de 1980.
El grunge con Kurt Cobain a la cabeza impuso una carga fúnebre y siniestra. Como un anfitrión harto de la fiesta, el líder de Nirvana condenado de antemano al suicidio por su historia familiar, acabó con el carrete de un escopetazo. El tiro no sólo se llevó su vida sino que desde entonces, el género de las guitarras se convirtió en un zombi que seguirá deambulando sobre la faz de la Tierra, lejos del espíritu adolescente.