No es lo mismo que te guste el rock a que seas un rockista. El rockero químicamente puro se abandona a la escucha, al disfrute convencido de una fuerza que considera superior a sí mismo, y a la que incluso le confía parte de su identidad. Es sincero y de ambiciones inofensivas, en el sentido que no aspira a más que mantener activa la rueda eléctrica capaz de regalarle algo de épica a su rutina, sobre todo si esta dista de ser heroica.
El rockista, en cambio, le otorga a su música favorita categoría de dogma; al cual protege con aspavientos, resguarda con innecesaria solemnidad, y comenta con la voz pausada de quien predica un sermón. “Es que le falta rock”, suele ser su diagnóstico simplón para todo aquel proceso o persona que escapa a sus estereotipos obsoletos (según los cuales, géneros como el bolero, el hip hop o la bossanova carecen de “actitud”). Como todo fundamentalista, no es consciente de lo reducido de su campo de visión ni de la ridiculez de sus ínfulas. No sabe que no sabe.
La caída en desgracia de Jann Wenner ha sido por eso mucho más que la humillación personal a un redactor mediocre y lo suficientemente soberbio como para no haberse dado cuenta de que hace décadas su condición de experto convencía solo a quienes facturan con una reducida idea del rock como canon sagrado. Hace un par de semanas, su conversación con un periodista del New York Times avanzó peor que un tren descarrilado (pues en este al menos habrá un conductor intentando salvar la situación).
Para promocionar su nuevo libro de entrevistas, The masters, el fundador de la revista Rolling Stone y (ahora ex) integrante del directorio del Rock and Roll Hall of Fame ni siquiera creyó necesario explicar por qué seleccionó a siete hombres blancos, angloparlantes y nacidos no después de 1960 como cumbres de referencia musical: le bastó con despejar que ni mujeres ni afroamericanos “son lo suficientemente articulados” (es textual) para merecer el espacio.
Y, sí: Wenner es el tipo de rockista que de verdad considera que Bono es más interesante que Stevie Wonder (¡!), que la huella de Jerry Garcia sobre la educación sentimental de su generación excede la de Joni Mitchell (cómo no), y que no hay problema en ponerle nota máxima al disco solista de su amigo Mick Jagger “porque tengo la potestad de hacerlo”. Está en su derecho de preferir en casa la música hecha por hombres ricos, consagrados y a salvo de cualquier discriminación, pero no de erigirse en autoridad ostentando tan triste y pobre criterio.
Hay algo en la caída de Wenner que recuerda al reciente “caso Rubiales”, en España. Mucho antes de estos dichos o de aquel beso, ambos eran personajes antipáticos para los mandos inferiores de sus respectivos campos: cargos por encima de sus talentos, influencia divorciada de la fanaticada, ascenso con la complicidad de cortes de aduladores. Hasta que al fin pasó lo que tenía que pasar, y el periodismo de música y el fútbol femenino son hoy un poco mejor gracias a eso. Un brindis, entonces, por los rockistas perplejos. Que en su camino a la puerta de salida alguien haga sonar un playlist de Motown.