La gente suele creer que para los más grandes artistas basta el talento superlativo y el resto es triunfar. La parte del negocio que implica el arte se soslaya, una trastienda enrevesada que nadie sabe muy bien cómo sucede. Solo vemos el resultado: el artista brilla en el escenario; sus canciones se escuchan por todas las vías posibles; las entrevistas son reveladoras, ingeniosas; montan shows que se convierten en eventos históricos sólo por el arrastre. No funciona así. Tras cada artista que se instala en la memoria hay un manager descollante, sintonizado en promover ese material que sabe único.
En Chile, unos cuantos pueden decir que trascendieron, brillaron y mantuvieron su nombre gracias a Carlos Fonseca. Los Prisioneros, Manuel García e Inti Illimani, entre muchos, lo pueden testificar.
Si el público en general desconoce qué hace un representante de artistas musicales, quienes lo saben tienden a asociarlo históricamente a negocios turbios y matonaje. Fonseca en cambio era culto, tranquilo, asertivo, más cerca de la clase de Brian Epstein. Sabía de música, la disfrutaba.
A la par, entendía el negocio en su totalidad, en los distintos engranajes incluyendo la base desde manejar una disquería clave como Fusión, donde peregrinaba la gente que sabía de música en los 80 en Santiago -un punto nuclear para conocer novedades difíciles por otros canales-; luego un sello homónimo seminal que fichó a Los Prisioneros, Aparato raro y La Ley, hasta manejar la carrera de la banda de rock más grande del país. En la siguiente década, emprendió la tarea quijotesca de fichar bandas locales en una transnacional.
Carlos Fonseca apostó, triunfó y peleó para mover un negocio que estaba muerto en este país a mediados de los 80, cuando la música juvenil hecha por chilenos no existía en los medios y en la gente. Nadie cantaba con vocación pop rock sobre lo que sucedía y sentía el adolescente y el veinteañero. Comprendió de inmediato que Jorge González, su compañero mientras estudiaba Licenciatura en música en la Universidad de Chile, era un talento superlativo que merecía las mejores condiciones para desarrollar sus capacidades -el leitmotiv de El baile de los que sobran-, y esa fue su moral de trabajo: cómo lograr la mejor expresión de ese talento en un momento volátil de la dictadura.
Fonseca se dedicó a Los Prisioneros hasta convertirlos en uno de los mayores fenómenos populares de la nación con repercusión internacional, y tuvo una segunda oportunidad con ellos en el histórico regreso por partida doble en el Estadio Nacional en 2001, sin promoción tradicional.
Los managers también requieren una cuota de psicólogo y director técnico de equipo deportivo para manejar el temperamento artístico. La segunda vuelta de Los Prisioneros se descarriló; una década antes La Ley prescindió de sus servicios, después de su gestión vital en los inicios de la banda.
El único parangón posible con la obra de Carlos Fonseca moviendo la industria musical chilena, es la gestión de Camilo Fernández en los años 60 y 70. Fonseca consiguió un inédito financiamiento para bandas nacionales en el sello EMI en 1995, una camada con algunos representantes brillantes como Los Tetas, y otros clásicos que persisten hasta hoy como Lucybell.
En instancias como esta la prensa suele preguntar si hay alguna clase de heredero a su trabajo y lo cierto es que no, son personalidades y talentos como cometas. Por ahora nadie asoma con capacidades como las suyas; manejar el arte y el negocio con bríos, clase y huella indeleble, en beneficio de nuestra cultura pop.