Vi por primera vez una obra de Jon Fosse de la mano de Claude Régy en Nanterre-Amandiers, en las afueras de París. Corría 1999 y el director francés lo presentaba tal como lo había hecho con otros autores extranjeros que tradujo y escenificó con su sello inconfundible.
Para llegar era necesario partir con mucha anticipación, tomar el metro y luego un bus que dejaba en la puerta del imponente lugar. Lo que vería era Alguien va a venir, montaje de gran belleza donde el texto destacaba por sobre todo. Me impresionó la simpleza de la historia y, al mismo tiempo, su espesor. Sobre el escenario tres almas hablaban de lo inefable. Una pareja se aleja del mundo y comienza una vida en una casa donde suponen serán felices por siempre, pero de pronto ella siente que alguien llegará. La sola idea les inquieta al punto de aterrarles. Ese otro, mencionado reiteradamente, comienza a tomar cuerpo, aparece y destruye el precario equilibrio sobre el que han cimentado sus vidas.
El teatro, abarrotado de gente quieta y silenciosa, estalló en un gran aplauso al finalizar la representación. La sensación con la que salí de la sala fue tan poderosa como difícil de describir. ¿Qué es eso que tratamos de proteger con ahínco y desesperación? ¿Vale la pena tanto desvelo por algo que no podemos controlar del todo y que se puede destruir de un segundo a otro? En el foyer una bien abastecida librería ofrecía publicaciones del escritor noruego que no dudé en adquirir.
El texto de la obra, poético y contundente, siguió resonando en mi cabeza durante el viaje de vuelta al centro, y también en mi vida por mucho tiempo. Comenzaba una aventura que al día de hoy tiene tres episodios: Alguien va a venir, El hijo y Variaciones sobre la muerte, todas obras independientes, traducidas especialmente para la puesta en escena, en colaboración con un maravilloso equipo de artistas que se embarcaron dejando que esas palabras, y el silencio, resonaran y nos llevaran junto al público (mucho menos numeroso que en París) a lugares desconocidos. Hace unos días, cuando supe que Fosse había ganado el Nobel, sentí que era el triunfo de una escritura honesta, generosa y dedicada, de un estilo propio forjado en el ensayo permanente, que por años ha intentado hablar de aquello que se siente y que es tan difícil y peligroso de expresar. El noruego es heredero, pero también precursor: una vida puesta al servicio de las letras y del teatro. Es el triunfo del silencio, la perseverancia, el rigor de quien no esperaba ganar nada más que la posibilidad de llevar de la mano a un lugar perdido y hacer que ahí uno se reconozca. Ese ejercicio requiere de un público-lector dispuesto a dejarse llevar, a escudriñar en la profundidad del alma, acompañado de intérpretes que también están sumergidos en dudas planteadas como elemento fundamental de la vida. Las situaciones que propone, así como las relaciones que establecen sus personajes –todos nombrados de manera genérica- son reconocibles y, sin embargo, por la forma del relato y la reiteración de las ideas se tornan extrañas y hasta horrorosas. Leí que Fosse dijo que durante el silencio un ángel pasa volando por sobre el escenario, y me hizo mucho sentido: el silencio en su escritura es fundamental, aparece cada tanto y queda resonando, llenando intersticios complejos y delicados, leves como la fragilidad de esa pareja que escapa de todo y justo ahí encuentra su destrucción.
En una entrevista, Régy decía que estaba todas las noches en el teatro no solo para ver la obra, sino para ayudar a los espectadores a salir con calma. El gesto me pareció precioso y considerado, más si pensamos en almas que, estremecidas por las palabras del autor, no tienen más alternativa que partir, superadas por el peso del silencio. El triunfo de Fosse es el triunfo del teatro en su estado más puro, y hay que celebrarlo.
** Director teatral